La amante
El Barón de Pt
Aceleré el paso tras echar una ojeada al reloj. Iba con tiempo pero quería llegar pronto. El hotel apareció delante de mí después de girar la esquina y noté como se me incrementaba el ritmo cardíaco.
– Que tontería – pensé – ni que fuera la primera vez que me la tiro.
Había dejado a mi mujer en casa, atontada con no sé qué programa de Telecinco, y apenas le había murmurado una despedida. El sexo con ella hacía años que era repetitivo y, sobre todo, muy esporádico. Estaba harto, muy cansado de la situación, había insistido una y otra vez hasta ver a una especialista que, lejos de ayudar, nos había dado inútiles consejos que más que tratar el problema de raíz se contentaban con poner remedios superficiales.
De manera que un día, decidí pasar a la acción, la solución estaba clara a un problema claro:
– ¿Cuál es el problema? – Me pregunté a mi mismo sinceramente.
– Que quiero follar y con mi mujer es imposible – Me respondí con honestidad.
La respuesta al problema es bien sencilla y a mi mente vino como si de un martillazo se tratase. Tener una amante. Fácil y sencillo, una mujer a la que la guste el sexo tanto como a mi; una mujer para quedar para darle al tema y volver a quedar cuando nos apetezca para lo mismo. De esa manera conocí a Carla, alegre y desinhibida como yo no creía posible en una mujer, una mujer a la que no da vergüenza pedir que le haga lo que le gusta, sin pelos en la lengua, y cómo me gusta que me lo diga. Es tan distinta a mi mujer que es perfecta. Acostumbrado al anodino sexo que me ofrecía mi matrimonio, la infidelidad me proporcionó justo lo que yo estaba buscando, mucho sexo, intenso, húmedo, jugoso y sobre todo variado. Porque con Carla había hecho cosas que sólo había visto en las películas porno, y no en todas. Qué maravilla de mujer, normal que se me acelere el pulso.
Entré en el hotel, ansioso de encontrar a mi amante cuanto antes, cuando la vi en el bar. Qué bella estaba con su vestido negro de escote en pico y minifalda. Carla me vio y puso cara de pocos amigos dándose golpecitos en el reloj de muñeca.
– Llegas tarde – me susurró al oído mientras me hacía cosquillas con la nariz – Si llegas a tardar un poco más me voy con el primero que pase.
– Perdona Carla, no sabía con que escusa salir de casa sin que mi mujer sospechase algo – Le respondí cerca de su cuello deteniéndome un instante más del tiempo necesario.
– Esa frígida tendría que darme las gracias de lo que hacemos, pues estoy salvando su matrimonio.
– No quiero hablar de mi mujer, quiero subir a la habitación.
– ¿A si?, yo lo que quiero es que me folles – me dijo al oído.
Así su mano, y nos dirigimos al ascensor. Pulsamos la tecla indicada y nos dedicamos a besarnos abrazados. Largos y lentos besos con lengua que probaban su carmín.
– Cuanto tarda este ascensor recuerdo que pensé – cuando me fijé que Carla me observaba con cara divertida.
– Ni hablar – dije.
– Ya lo creo que sí.
Y bajándose las braguitas de color negro se recostó sobre la pared del ascensor y separó las piernas. Me puse de rodillas y la besé la cara interior de los muslos subiendo poco a poco. Cuando llegué a la parte interesante noté el calor y la humedad que desprendía su sexo, valiéndome de los dedos le separé un poco los labios e introduje la lengua en su orificio, a lo que me respondió con un sonoro gemido. Subí al clítoris y al principio lo chupé delicadamente, como si se tratara de saludar a un viejo amigo, después, lo hice más fuerte y más rápido. Carla me cogía de la cabeza presionándola contra su cuerpo a la vez que me despeinaba y se movía al ritmo que yo le marcaba. Sus gemidos pasaron de un adagio suave pasando por el crescendo hasta el fortissimo.
– Vamos a la habitación – me dijo jadeando.
Tardé más de un minuto en encontrar el tarjeta de habitación y lograr meterla en el lector de lo adrenalínico que estaba.
Entramos en la habitación y Carla me dijo:
– Quítate la ropa y vamos al baño.
Le obedecí con celeridad y me introduje en la ducha. Una ducha amplia, que ocupa todo el ancho de la habitación y tiene sitio de sobra para que dos personas hagan todo tipo de maldades.
Transcurridos unos instantes entró Carla en la habitación desnuda como el día que vino a este mundo. Su piel, nívea como la leche contrastaba con su pelo caoba y los pelos de su entrepierna, sus grandes ojos almendrados me observaban.
– ¿Estamos un poco flojos esta tarde no? – me comentó con una sonrisa pícara.
– Pues ven y arréglalo.
Vino hacia mí con coqueta decisión y comenzamos a besarnos apasionadamente. Mientras Carla metía su lengua mi boca y el agua de la ducha nos salpicaba, produciéndome una agradable sensación, deslizó su diestra hasta encontrar mi polla, la cuál comenzó a masajear con fuerza.
– Tu sí que sabes lo que me gusta, nada de preámbulos – le dije.
– Para delicadeza ya tienes a tu mujer – me respondió tajantemente.
A continuación, se arrodilló sobre el suelo de la ducha y se introdujo toda la longitud de mi polla dentro de su boca. Se la metió, varias veces y me preguntó:
– ¿A quién prefieres, a mí o a tu mujer?
– A ti, siempre a ti – le respondí mientras la cogía de la cabeza obligándola a seguir con la faena. Después de la intensa mamada, se puso de pies y subió su pierna derecha hasta colocarla en mi clavícula izquierda, con ambas manos me agarró del cuello y me dijo:
– Métemela
Mediante el tacto de mi glande logré hacerme paso entre sus pliegues y encontrar la apertura de su coño. Flexioné las rodillas y luego volví a subir metiéndosela hasta la empuñadura, la agarré de las nalgas para no perder nuestra unión y comenzamos a movernos acompasados a buen ritmo. Mi mundo se redujo a ese ritmo, subir y bajar, arriba y abajo, pasados unos instantes me gritó:
– ¡Corrámonos a la vez!
Incrementé el ritmo hasta que no pude más y mis músculos se tensaron mientras eyaculaba dentro de ella. Ella gimió por última vez y tras quitar su pierna apoyó su cabeza contra mi hombro quedándonos los dos abrazados unos instantes.
Se separó de mí y se marchó a la habitación a vestirse, yo me quedé en la ducha disfrutando del agua caliente. Escuché el ruido de una puerta al cerrarse, nada de despedidas, me encanta esta mujer.
Me marché del hotel pagando la habitación me encaminé hacia mi casa suspirando por cuando será el próximo encuentro. Cuando entré por la puerta, observé que mi mujer estaba donde la había dejado y le dije:
– Cariño, cada vez la chupas mejor.
A lo que ella me respondió:
– ¿De qué te crees que va el Sálvame?