Verde esperanza
Samsara
El frío aquella mañana se sentía más que las anteriores. Desde que empezó el invierno, le costaba cada vez más salir al mercado. Se agarró del brazo de su padre y, dejándose llevar por él, empezó a caminar.
Pararon a saludar a un par de vecinos con los que se encontraban cada día y, al despedirse, los vio. Esos ojos. Verdes, brillantes, enormes. Era lo único que se podía ve de aquella mujer. Eso, y el indiscreto mechón de pelo que se le había escapado de entre los ropajes. Era negro y rizado. También brillante. Pero no tanto como lo eran sus ojos. Esos ojos.
La compra ese día fue extraña. No la conseguía sacar de su mente. Por la noche no pudo dormir. Pasó las horas inventándose el cuerpo de esa mujer. Sólo podía ser bello. No mucho, para no hacer sombra a la mirada, pero lo suficiente para hacer juego con ella. Y la siguiente noche tampoco durmió. Ni todas las demás. Durante el día la buscaba por las calles con la esperanza de que no hubiera sido una alucinación suya. Era tan bella…tenía que serlo. Era imposible que su nariz o su boca desentonaran. Ni siquiera un lunar estaría de más. Deseaba verla y cada día que pasaba sin encontrarse con ella se la imaginaba más bella, cada vez más perfecta.
Le gustaba, por el misterio. No dijo nada a nadie porque esos ojos no los sabría apreciar cualquiera. Nadie podía saber el tesoro con el que se encontró un día en el mercado. La gente tampoco debía saber cómo su cuerpo se estremecía a oscuras. Pensaba en ella, y ella a cambio, se le aparecía en sueños. Se la imaginaba a su lado y lloraba en silencio.
Sabía perfectamente lo qué le estaba pasando y cada día se decía lo mismo: «¿Por qué yo? ¿Habrá más personas que los hayan visto? ¿Serán un regalo? Conocer esos ojos es como descubrir un mito y eso siempre es un regalo. Menos para mí. ¿Por qué Alá me castiga tanto? ¿No le bastaba con haber escrito que yo naciera mujer, que se divierte haciendo que me enamore de otra? Eso es condenarme sin haber muerto.
Verdes esperanza, la ironía tiene que ser aposta.