El amor: conocerlo, saberlo, hacerlo…
Musa Desnuda
Mi lógica me dice que me tiraste a la cama, aunque yo sentí que caí sobre las nubes.
Cerraba los ojos, y sentía magia bordeando mis labios, una brisa caliente tocando mi piel, vellos levantarse poco a poco, y mi ropa desapareciendo al ritmo que a tus maravillosas manos se les antojara, pues estas se iban abriendo paso entre el poco pudor que me quedaba. Y vaya herramienta que son tus manos, y vaya delirio el que me causan. Nada de «disculpe señorita, ¿me deja pasar?», no, eso ya era suyo, y no tenía porqué preguntar, ni pararse a esperar. era rápido, pero se sentía lento, o quizás al contrario; mi mente no lo captaba, pues casi ni podía pensar. Pero, para qué pensar, si de sensación en sensación, por más que lo intentara, no iba a terminar cuerda. Te adueñaste de mi, como el único dueño que eres de mi cuerpo, y lo disfrutaste, lo aprovechaste, pero sobre todo, me hiciste a mi hacerlo.
Bailaban mis caderas, como olas reventando con fuerza en tus orillas, al compás de nuestra mejor música: Los gemidos. Bailaban mis caderas, y surgían terremotos en mis piernas, mientras tu maldita boca se saciaba entre ellas. Éramos a penas primerizos, pero tú te defendiste como un experto. Saciaste toda tu sed con aquella humedad, como habiendo encontrado un manantial, después de haber rondado por todo mi cuerpo, dejando así, mi boca hecha agua, esperando por ti, mientras mis dedos se perdían entre la jungla de tus cabellos.
Mis pies apuntaban al cielo, mis manos al suelo, agarrándose firmemente del borde de la cama, y haciendo de mi cintura una montaña, que sé, morías por escalar. Sonrisas, miradas perplejas, caricias celestiales, y una paz inamovible, que iba y venía con nosotros a donde fuéramos, aunque no nos íbamos a mover de esa cama por un buen rato.
Ni una pizca de incomodidad existía entre esas paredes.
Nuestros dedos galopaban por tierras nunca antes exploradas. Nuestros ojos se comían entre ellos, entre el deseo que llenaba y se terminaba por derramar. Mi cabello hacía cosquillas en tu pecho, mientras yo sentía a un turista bajo mi abdomen. La magia se sentía densa en el aire, la pasión se sentía curiosa por nuestra piel.
Remolinos de emociones pasaban a nuestro alrededor, pero ajenos a todo, tú y yo formamos nuestro nido de amor.
Fuimos uno. Por cliché que pueda sonar.
Con besos en el cuello, rasguños en la espalda, mordiscos por todos lados, sonrisas de placer, gemidos de placer, temblores de placer, contracciones de placer… Y una cama que, por infortunio, no paraba de sonar, a nuestro propio ritmo. Nadando entre sinónimos de perfección, y antónimos de todo lo efímero, así estábamos. Nadando entre el tono tenue de tu lisa piel, que como yo, se hacía líquida entre las metáforas. Escabulléndonos entre versos de amor, suspirando con afecto por la eternidad de lo que acababa de comenzar.
Unos simples jeans, y una franelilla; nada del otro mundo, pero eso no impidió que no duraran ni un segundo en mi cuerpo, desde que te posaste sobre mi. Unos cacheteros comunes y corrientes… ¡todo para afuera!. Solo me quedaba aferrarme a esos brazos tuyos, y dejarme llevar, mientras revolvía tus cabellos y los halaba, a medida que todo incrementaba. Verte tan inspirado, con los ojos cerrados, sucumbiendo en mi, dejando a mis pobres labios desechos por no poder evitar moderlos, pero pagando luego con los tuyos, que eran la presa principal de mis dientes.
El techo era ese infinito que no podía dejar de ver, aunque sinceramente, ni recuerdo cómo es. Por mi mente solo pasaba tu nombre, excepto en esos momentos en los que me abandonaba la lucidez, y todo era blanco. Momentos en los que estaba en la cúspide del placer, y mi cerebro parecía explotar, y las mariposas de mi estómago incinerarse, para luego, qué sé yo, terminar desbordándose por entre mis piernas, lo que según tú, sabe muy bien.
Sentir tu aliento en mi nuca, tus labios saboreando mi clavícula, tus manos paseando con discreción por mis muslos, y ahora sin ser muy discreto, bajando entre ellos. Tus pequeñas mordidas en mi abdomen, tus besos hasta en mis pies, tus dedos entrando poco a poco en mi boca, tu respiración agitada junto con la mía…
Entonces, todo era como si sus labios sobre mi piel pudieran saborear más que solo aquel sabor salado de la misma; era como si besaras mi alma, mi vida, mi amor por ti, así, de frente y sin pensar, como todo lo demás que estaba pasando. Era como si de repente nos hubiésemos vuelto artistas, y dibujásemos con las yemas de nuestros dedos sobre la piel, ya que todo lo que se veía era piel encima de sábanas ahora sucias. Piel, mía o tuya, pero piel desnuda y de gallina, haciéndose nuestro mejor paisaje. Como tú, al dibujar ‘infinitos’ en mi espalda, guiándote por mis lunares.
Yo solo podía besar y morder su cuello, justo donde se encuentra aquel lunar, marrón como nuestros ojos, en ese momento cerrados con fuerza. Pero qué más podía hacer, si todo mi cuerpo estaba inmovilizado y tembloroso, por la acción de otro cuerpo sobre él. Inercia por segundos. Víctimas de la precipitación, del calor, y de un cuerpo que sabe con viveza como jugarse en mi.
Y yo, finalmente pude saciar mi sed de ti. Y juntos, estuvimos en otro lugar, fuera de este mundo, en un paraíso con melodía de gemidos, caricias en vez de brisa, placer en lugar de oxígeno, tu pecho como las nubes, tu cuerpo como mi cama, amaneceres en forma de tu sonrisa, bebidas saladas para tomar, tus ojos como las estrellas, que se vuelven fugaces cada noche, y aterrizan en mi taza de café por las mañanas… y allí, solos tú y yo.
Hemos conquistado el mundo de los sueños, el de la realidad, y el de la fantasía; todo en una misma tarde, en dos horas y media que dieron, rindieron, y fueron suficientes para crear aquel paraíso, aquel nido, aquel momento perfecto, en el que al final, solo existieron caricias y una agitada respiración, que poco a poco se iba apaciguando, cuando frente con frente cerrábamos los ojos e intentábamos asimilar que todo aquello estaba pasando, pero inmersos en la calma.
«Que al abrir los ojos, lo primero que vea seas tú», decíamos. Y sonaron al unísono dos «te amo», acompañados por más caricias, sonrisas y este par de corazones agitados que se unieron mucho más de lo que nunca habían estado antes.
No extrañaré para nada aquellas bragas que dejé adrede en tu casa.