Diario del buen amor: capítulo 6
Diablos Invitados
Autor: Ritxard Agirre
ARRESTADO
“Si la pasión, si la locura no pasarán alguna vez por las almas… ¿Qué valdría la vida?”
Jacinto Benavente
¡Adelante muchacho!
Gracias Doctor…
¿Qué tal los últimos quince días? ¿Mejor?
Pues…
Sabes que me puedes llamar cuando quieras… ¿Has tomado la medicación? –siempre insistía en ese punto mi queridísimo recetador de químicos antidepresivos.
Sí… -repliqué tímido.
El especialista, el doctor Castaños, me tenía en terapia y medicado casi dos años. Tiempo suficiente para darme cuenta de que mi vida era una puta mierda. Me subió la química que me metía en el cuerpo, al ver las señales que me hacía en las muñecas con las cuchillas de afeitar. Por las noches, cuando los demonios de mi mente más me invaden. Cuando intento no pensar y descansar. Entonces me atacan. Es su momento de invasión. Sin piedad. Tengo una cuchilla al lado de la mesilla de mi cama. Hacerme daño y ver unas gotas de sangre me hace olvidar esos pensamientos de muerte y miseria. El leve dolor al que me someto, ayuda a llevar mis pensamientos a un lugar concreto de mi cuerpo, y a controlarlo. Eso me hace reconfortarme y sentirme bien. Sin embargo, la persistencia de mi psicopatología como dice mi psiquiatra, me lleva irremediablemente no solo al mantenimiento del tratamiento psicofarmacológico, sino que además, a aumentarlo de manera continuada con neurolépticos, antidepresivos e hipnóticos. Preferiría tener los ligamentos cruzados rotos o cualquier otra cosa física. Como dice mi loquero, la mente también es una parte de nuestro cuerpo, y puede enfermar. Lo que pasa es que tarda demasiado en curar.
Siempre que salía de allí debía sentarme en un banco de un parque y durante un tiempo indeterminado llorar sin lágrimas. Sollozo seco, para alguien que es incapaz de sentir. O más bien, de sentir sin exteriorizarlo. Un inmaduro emocional. No es que me lo haya dicho el matasanos este. Tristemente, me he dado cuenta yo solo estos dos años de sesiones ininterrumpidas. Es lo que hay. Un zombie necesitado de amor y atención. Un pagafantas disfrazado de alfa. Un ridículo hombre de pies de barro. Ese soy yo.
–¿Has traído ese famoso Diario del que me hablaste la última sesión?
–Sí, doctor Castaños –contesté mientras sacaba el libro de mi mochila. Venía de nadar. Me gustaba ir a la piscina antes de las terapias. Me machacaba duramente el físico. Eso relajaba mi mente algo y podía tener más paz en estos duros momentos, que eran para mí, con el especialista. Desnudarme ante un desconocido. El que soy. No el de la careta que llevo ante los demás.
–¿Sigues también tratamiento con Sol, verdad?
–Sí, aunque a veces creo que le caigo mal.
–¿Por qué crees eso?
–Siento que me mira como diciendo: ¡qué hace éste aquí! Que no tengo derecho a estar ahí. Que hay más gente que realmente necesita su ayuda y lo mío son bobadas –confesé.
–Eso es porque llevas toda la vida no permitiéndote no estar mal. Como si no tuvieras derecho –apuntó, y su afirmación llegó a mí como una flecha atravesándome. Tenía razón. Nunca me tomaba la libertad de aceptar que no siempre podía estar bien. Desde pequeño. ¿Por qué tenía ese sentimiento de culpa cuando me encontraba enfermo? Sol era mi psicóloga, y me alternaba las visitas con el doctor Castaños. Uno me drogaba y me daba un poco de cháchara, y la otra intentaba nadar en las profundas y turbias aguas de mi alma, buscando respuestas y sanación.
–No lo había pensado…
–No importa –dijo como lamentándose de haberlo dicho. Creo que se arrepentía. Ya era muchas sesiones con él y ya sabía que su dogma era intentar que me diera cuenta yo solo de las cosas. De todas maneras, hay verdades impepinables. Esta era una de ellas–. Abre tu Diario por cualquier página y léeme un capitulo al azar. Entiendo que es muy personal. Si hay algo que no desees que escuche, lo saltas.
–Lo leeré todo, doctor Castaños –maticé firme. El doctor Castaños era un hombre afable, de unos cincuenta años, regordete y con barba canosa. Transmitía una energía paternal que conseguía que confesara toda la basura que llevaba dentro. Era doloroso, porque incluso a la mierda nos apegamos los seres humanos, pero más tarde, ese peso que me quitaba era acercarse, tal vez, un poco más a un esperanzador sanamiento.
–Como quieras –respondió– Si cambias de opinión, no te sientas obligado. Recuerda siempre que tienes derecho a ello.
–Lo recordaré –intenté decir de forma convincente. Me lo dije a mí mismo. Darme la oportunidad de cambiar de parecer si así lo deseaba. Abrí mi Diario y me encontré con un pasaje de la época de mi servicio militar–. Antes de empezar Doctor, quiero decirle que en mi Diario escribo de forma inconstante, puedo escribir un mes casi todos los días y luego tirarme seis meses sin escribir una línea.
-De acuerdo –sonrió–. Te escucho.
Arrestado. Por llevar las botas sucias. Puta mili, tuve la suerte de ser miembro del último reemplazo de este país de befa y sainete antes de la profesionalización militar, y también tuve unos padres maravillosos que siempre me dijeron que en el ejército te haces un hombre; pues un hombre no sé, pero la sensación de ser un gusano no te la quita nadie, y encima es que jamás soporté la autoridad, o sea, era una bomba e iba a explotar. Pero a veces la vida tiene sus momentos kármicos, y donde algunos te joden, el destino te recompensa por otro lado. Me explico. Allí estaba, todo el puto fin de semana de Noviembre privado de libertad y de imaginaria en el asqueroso cuartel, fumando un chiflo bien fuerte que tenía escondido para sobrellevar la pena, cuando un grito me bajó a Tierra del vuelo que llevaba encima, escondiendo ipso facto el porrete lejos de los superiores.
–¡Soldado! –rebuznó el suboficial.
–¡Sí, mi sargento!
–¡Deje lo que está haciendo y lleve este petate de ropa limpia a la casa del comandante!
–¡A sus órdenes!
Encima, a casa del oficial que me había privado de salir de putas, obligándome a cascármela en la litera muchas más tristes noches de las recomendables. Para colmo, encima, tenía que llevarle la ropa a ese desgraciado. Encima, tenía que darle la satisfacción de que me vea llevarle los calzoncillos limpios al gordo seboso ese. Encima que pesa la jodida mierda esta. Y es que encima, cualquier día se me pone encima y me da por culo, si es que en el ejército cuando el tema es joderte nunca se cansan. Allí estaba yo frente a la casa del botarate ese, llamando a la puerta, cuando una voz femenina me invita a entrar -Adelante, está abierto-. Pasé el hall y al fondo de un largo pasillo se vislumbraba de nuevo la voz -Déjalo aquí en la cocina, acércate-. Tímidamente me acerqué hasta la cocina y me encontré con la parienta, ¡y joder cómo estaba la niña! Supuse que sería de esas mujeres que les ponen los uniformes, porque no me explicaba que semejante aborto como era el oficial, pudiera montarse una hembra tan imponente. Una morena andaluza de enorme boca, ojos azules, pelo larguísimo y negro, camisa negra pelín desabrochada para locura del que les escribe, que dejaba entrever una lolas de campeonato, y por si fuera poco, una mallas negras ajustadísimas que le hacían un culazo que dejaría a la Jennifer López a la altura del betún… y yo encima, con un globo aún de olimpiadas romanas.
–Hola, guapo –dijo cariñosa–. Déjalo ahí mismo. ¿Quieres un vaso de agua?
–Sí, señora, hace mucho calor para esta época del año y estoy sudando, aunque no quiero molestar –acerté a contestar con ganas de salir de ahí pitando porque la maritxu me pone muy cachondo, y ahora mismo era una cerilla en un polvorín.
–Sírvete de esa jarra con hielos que está encima de la mesa –dijo sin darse la vuelta del fregadero, y es que desde que entré seguía jabonando una buena pila de platos y cacerolas–. Yo aún tengo para un rato aquí. Han venido los amigotes de mi marido y han comido de lo lindo, y claro, luego toca limpiarlo a la chacha de su mujer –suspiró con resignación.
Me senté y me serví un vaso de agua bien fría mientras observaba el pandero de la mujer moverse tarareando una canción. Me tragué de un sorbo el primero y me serví otro, el cual siguió los pasos del anterior, y me serví de nuevo un tercero. Ella me preguntó sin darse la vuelta y moviendo más y más la retaguardia, o eso me parecía a mí de lo flipado que estaba. ¡Vamos, que tenía la bragueta a punto de reventar!
–Dime nene, ¿se te está haciendo duro el servicio a la patria?
Debió de darme el sentimiento patrio ya que salté como un resorte de la silla. Agarré como un animal sus caderas, bajando de cuajo las mallas y descubriendo ante mí un culo duro y redondo como le gustan al nene. Y es que las drogas y las mujeres son combinaciones letales. ¡Puedo dar fe!
–¡AH! –gritó–. ¡Niño, que te vas a meter en un lío muy gordo!
–¡Dispénseme, señora, solo quiero que sienta dentro de usted lo duro que es para mí estar aquí, y lo gordo que le voy a meter ahora es un lío que, sin duda, merece la pena pasar! –amenacé pegando mi hinchado lingam a su trasero. Al instante, vi en la encimera una botella de aceite de oliva virgen extra, y mientras la agarraba fuerte con una mano para no dejar escapar mi presa, con la otra impregné bien los dedos con el líquido y, automáticamente, introduje tres dedos en su ano con decisión.
–¡Ahhh…!!! ¡Estás más loco de lo que creía! ¡Por favor, para ya y no diré nada a nadie! –insistía en que me detuviera.
–Espere que lo piense un momento –respondí, y sin dilación saqué los dedos, rugió de mis entrañas el dragón a tomar aire y la penetré brutalmente.
–¡Ahhh…! ¡Ahhhhh…!!! ¡Neneeeee…!!!
–Pues verá, como ya se puede imaginar, creo que va a ser que no. Está usted siendo sodomizada, ¡porque ha nacido para que le rompan el culo!
–¡Serás cabrón!!! ¡A nadie he permitido esto! ¡Sácala de una vez o te espera la cárcel militar!
–Espere que lo piense otro momento –fingí meditar un segundo, y empujé mi pene más duro y más adentro mientras abofeteaba violentamente sus nalgas.
–¡¿Has perdido la razón?! ¡Para…!!!
–¿Quieres que pare? ¿O quieres que me corra dentro de ti? –cuestioné.
–¡NO! ¡Ya termina dentro, maldito malnacido! –suplicó. Era la forma que esa zorrita confesaba lo satisfecha que se sentía.
–¡Muy bien, puta!!! ¡Es hora de izar la bandera!
–¡Sí! ¡Sííí…! ¡Dámelo, cabrón! ¡No dejes nada fuera! ¡Conquista la tierra virgen en donde nadie ha estado!
–¡Ahhh! ¡Ahhhhh…!!! –grité de gozo dentro de ella. Fue una corrida antológica, digna de un desvirgamiento anal como mandan los cánones.
–¡Ay sí, nene! ¡Ay, sí! –gemía complacida. Durante unos segundos nos quedamos quietos, sudando la gota gorda yo encima de ella, y poco a poco salí de ella, me subí los pantalones y me excusé. Reflexionaba, ya por aquel entonces, que una camisa de fuerza era el uniforme que mejor me quedaría, ¿qué demonios intentaba demostrar? Al final acerté a decir.
–Debo marcharme, estoy arrestado y de guardia –dije mientras me disponía a irme–. Gracias por el agua. Me ha refrescado.
–Un momento, nene –me reclamó.
–¿Sí, señora?
–¿Mañana sigues arrestado? –preguntó.
–En efecto –respondí desconsoladamente. Ella se puso de nuevo las mallas, se acicaló el pelo, y pasándose la mano por la frente dijo sonriendo: – Mañana pediré que me traigas más ropa.
Acabé mi relato. El barbudo bonachón de mi doctor se quedó callado con los dedos entrecruzados. Pensando. ¿Qué pasaría por su cabeza? Seguro que piensa que soy un gilipollas que escribe sus absurdas hazañas sexuales en un más absurdo Diario. Donde cada follada, mamada o enculada no era más que otra estrella que sumar a mi uniforme de militar. Por hacer una analogía, vamos. ¡Qué patético soy! Como olvidando todo lo que le había contado, empezó a recetarme lo que debía seguir tomando en el futuro.
–Recuerda, Cymbalta de 60mg y Zyprexa de 10mg por las mañanas. Y a la noche otra Zyprexa de 10mg y un Noctamid de 2mg.
–Pero, ¿y lo que acabo de contarle? –dije irritado. Supongo que por, aparentemente, no provocarle ninguna reacción visible en él. La indiferencia me mata.
–Una historia muy excitante, sin duda.
–¿Le parece excitante? –pregunté lleno de tonta vanidad.
–Sí, claro, para ti sobre todo.
–Es que vaya morenaza…
–No –me interrumpió– no por la mujer. La mujer no es lo interesante ahí. Es la simbología.
–¿Simbología? ¿A qué se refiere? Me he perdido.
–La simbología representada en esa mujer. Esposa de un oficial. En el fondo no te estas follando a la mujer. Lo que realmente te excita es lo que representa esa fémina, al ser quien es. Lo que toda tu vida has deseado hacer y nunca te atreves, excepto en el sexo.
–Ya, ¿y qué me estoy pasando por la piedra entonces? –interrogué deseoso. El doctor Castaños abrió los ojos y me miró. No pudo reprimir una risilla. Me hizo gracia. Supongo que no se aguantó. ¿Qué era lo que realmente me la ponía dura según él? ¿Lo que ese día me pasé por la piedra? Y a modo de sentencia, mientras terminaba de sellar mis recetas, me lo soltó por fin.
–La autoridad.
El Diario del Buen Amor.
Autor: Ritxard Agirre
Ilustraciones. Mónica Conde
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