Amor veneciano
El Barón de Pt
Cuando el barco entró en la laguna con el suave rumor de las olas contra el casco, el capitán ordenó pasar a media vela para suavizar el ritmo. Los marineros encargados del palo mayor se apresuraron a trepar por el mástil para recoger la vela, mientras la diminuta guarnición de infantería de marina embarcada abordo se agolpaba en la proa, observando la vista de cómo la ciudad de los canales cobraba vida ante ellos.
Habían llegado al amanecer para aprovechar la marea. Una dura decisión por parte del capitán, el quedarse anclados a no más de una hora de travesía toda una noche, privando a una tripulación embarcada hacía ya ocho meses los placeres de la ciudad. Pero las leyes de la mar no las crea el capitán sino Dios nuestro Señor y, si el Altísimo había querido dejarles sin marea una noche, sólo podía deberse a la salvación de sus almas inmortales, puesto que Dios bien sabía a que pecaminosa tarea iban a dedicar aquellos marineros las primeras horas (sino días) después del desembarco. La tensión era palpable abordo. Unos se encontraban ansiosos por conocer los placeres de la ciudad, pues de todos es sabido que no hay mejor lugar para el vicio de la carne que la bella Venecia, y esperaban que la ciudad les esperase con las piernas bien abiertas. Otros, sin embargo, se miraban entre ellos, puesto que después de unos meses embarcados, habían sido débiles y se habían aliviado unos a otros. En un barco militar no hay sitio para la intimidad y, mientras que en alta mar no hay más ley que la del capitán y su cadena de mando, en la ciudad que estaban a punto de conocer, tan permisiva con la prostitución, colgaban a los sodomitas de las estatuas de San Jorge y San marcos. De poco les valdría alegar haber utilizado el viejo truco del tonel, en el que un día, un compañero se metía dentro y otro compañero introducía el miembro por un agujero estratégico, para que al día siguiente se turnaran en sus posiciones.
Tras las maniobras de atraque, el capitán desfiló por la pasarela y declaró bien alto para que todos los que estaban abordo le escuchasen bien:
-¡Señores!, el navío quedará en puerto tres días, tiempo más que suficiente para reabastecernos; transcurrido este plazo, zarparemos rumbo a Siracusa. Si algunos de ustedes no se encuentran abordo pasado este plazo será considerado desertor.
Cuando parecía que el capitán había terminado, se volvió para dirigirse a la tripulación más joven para tratar de inculcarles algo de sabiduría paternal:
-¡Y una advertencia, los placeres de una noche son tan sólo de una noche, la sífilis es para toda la vida!.
Entre los marineros se encontraban dos individuos que aunque distaban en edades se habían hecho camaradas en los largos meses de travesía y el de mayor edad y por consiguiente, experiencia, le reveló al joven:
-No te apures por la sífilis, donde te voy a llevar las chicas son más limpias que una patena. Además he oído que los galenos venecianos han logrado una pomada a base de plomo que debe hacer milagros contra la enfermedad.
Los dos amigos aviaron los correspondientes arreos bélicos (en una ciudad por la que circulan tantos viandantes de tantas nacionalidades, uno se siente más seguro si puede echar mano de algo del hierro que porta al costado) y cruzando la pasarela se internaron en la ciudad.
– Por fin, tres días para pasarlos gastando la paga bebiendo y fornicando – dijo el joven Rodrigo frotándose las manos.
– Templanza, joven amigo, puesto que tiempo hay de sobra y todos los marineros contraemos una deuda cuando el Altísimo nos permite volver sanos y salvos a puerto. No, nuestra primera parada es la iglesia consagrada a San Miguel arcángel por ser el patrón de nuestro barco.
– ¿Una iglesia? – se mofó Rodrigo, – vamos Andrés, hemos pasado ocho meses embarcados buscando piratas berberiscos y mientras tú propones pasar el tiempo en una iglesia los compañeros nos cogen la delantera cogiéndose a las meretrices más jóvenes y bellas.
– Hazme caso, que llevo andando por esta tierra mucho más tiempo que tú y siempre que he presentado mis respetos ante el santo de mi barco, siempre me ha permitido llegar de una pieza al puerto siguiente. Además, tengo pensado encontrarme con un viejo amigo en la iglesia cuya compañía nos será de gran valía. Créeme, la espera merecerá la pena.
– Bueno, como hermanos de armas que somos y como te debo la vida por los dos últimos combates contra los malditos berberiscos, te haré caso una vez más, pero te aviso que como pase los tres días de permiso en una iglesia voy a explotar más que las culebrinas de proa.
– Andando pues, muchacho, mezclémonos entre el gentío.
En Venecia, todo se encuentra o al oeste del gran canal o al este, de modo que los dos infantes de marina españoles se adentraron en la ciudad hasta localizarlo. Entonces el veterano soldado marcó una dirección entre las complicadas callejuelas de la ciudad. No tardaron en encontrarse con el primer burdel y Rodrigo cerró los puños con fuerza al ver que compañeros suyos ya estaban manoseando a una joven muchacha con grandes y suculentos pechos con una mano y sosteniendo una jarra de vino con la otra, al verlos pasar algunos se mofaron:
– ¡Rodrigo, deja al carcamal y únete a nosotros!
– No les hagas el menor caso, ya se lamentarán después, que a Dios no le gustan los ansiosos.
Como la ciudad de Venecia es pequeña en superficie, nuestros protagonistas enseguida llegaron a una plaza con la iglesia que estaban buscando y, como las puertas se encontraban abiertas, entraron. Tras aguardar unos instantes a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra, se encaminaron hacia el altar y tras arrodillarse y santiguarse ante nuestro señor y salvador Jesucristo, se sentaron en primera fila. Después de unos instantes de oración personal, una figura ataviada como un siervo del Señor se les sentó a su lado y dirigiéndose al mayor del dúo le susurró:
– Seguidme a mis estancias hijos míos.
Con la vista, Rodrigo buscó a su camarada con cara de no entender lo que estaba pasando pero Andrés le indicó con un gesto que contuviera sus preguntas. Los tres hombres dejaron atrás la iglesia para internarse en las dependencias del clérigo. Al cerrar la puerta tras de sí, el hombre se volvió hacia el soldado de más edad y abrazándole como un hermano exclamó:
– ¡Andrés, amigo mío, cuánto tiempo!
– Demasiado, camarada, demasiado. ¿Cómo te va la vida?
– No puedo quejarme, el negocio va bastante bien. Imagino que estáis de permiso ¿verdad?
– Tres días, sólo tres días para disfrutar de tu hermosa ciudad, de manera que comprenderás que no podemos demorar mucho la charla, puesto que el joven que me acompaña tiene esa necesidad tan propia de la juventud y quién sabe cuando volveremos a estar de permiso.
– Es la vida del soldado, compañero – comentó el cura encogiéndose de hombros – pero si tenéis a bien visitar mi humilde establecimiento y decís que vais de mi parte sin duda os trataran como merecéis.
– Ya sabía yo que todavía te sacabas un sobresueldo dirigiendo el burdel.
– Yo tan sólo, con mi establecimiento, ofrezco consuelo para la carne de los hombres mientras que, escuchando confesión, ofrezco consuelo para sus almas. – dijo el cura, mostrando las palmas abiertas en señal de inocencia.
– Viejo pícaro, ¿dónde para tu establecimiento ahora? ¿Cerca del puente de las Tetas?
– ¿Dónde si no? Es el único emplazamiento permitido por el dogo.
– Pues, de camino, nos hemos encontrado con algunas casas de mancebía cerca del gran canal.
– Sí, pero a los honrados propietarios del “entretenimiento humano” cuyo estipendio destinamos a continuar la obra de Dios, tan sólo nos dejan establecernos en dicho lugar y encima nos obligan a que nuestras chicas vistan al estilo normal, mostrando sus atributos mamarios como si de vulgares meretrices se tratasen.
– Por supuesto, porque tus chicas son de la más alta sociedad y de reputación intachable ¿no es así?
– Disculpa, has de saber que todas nuestras chicas pertenecen a casas de la más alcurnia y que nos aseguramos de su buen hacer con los clientes garantizando sus años de vejez en los mejores conventos.
– Nos dejas mucho más tranquilos amigo, ahora si tienes a bien prestarnos algo de plata atrás dejaremos tus puertas dejándote con tus oraciones a solas.
El cura le lanzó una pequeña y tintineante bolsa que Andrés captó al vuelo y, tras sopesarla calculando su contenido y murmurar un fugaz comentario de despedida, salieron de la iglesia.
– Bueno, ¿me quieras explicar de ha pasado ahí dentro? -dijo Rodrigo.
– Ese viejo rufián y yo servimos en el mismo navío hace años y, en una visita a esta ciudad, mientras nos encontrábamos en la iglesia confesándonos al anterior cura, le entró un mal aire a éste y en el sitio se quedó. Ni corto ni perezoso, mi camarada se despojó del cadáver arrojándolo al canal con un peso atado, no sin antes quitarle la indumentaria. Como se parecían como si de dos gotas de agua se tratase, mi camarada le suplantó la identidad y, como había cursado unos años en el seminario hasta pervertir a unas novicias, conoce lo suficiente el oficio como para no despertar sospechas.
– Pero su ausencia se notaría y se le declararía desertor ¿no?
– Por supuesto, y hasta hubo partidas de búsqueda en las que yo mismo participé pero ¿quién va a sospechar de un miembro de santa iglesia? La bolsa que ha soltado es evidentemente a cambio de mi silencio; nuestro, ahora.
Los dos infantes se internaron en la ciudad reconociendo soldados de varias nacionalidades hasta que llegaron al puente de las Tetas. El puente en sí no es gran cosa, de hecho se trata de un puente de muy reducidas dimensiones que conecta la calle con el lupanar. Lo que lo hace mundialmente famoso son las prostitutas que día y noche se encuentran en él, vestidas de colores llamativos (rojo, amarillo, verde…), con el pelo recogido en dos pequeños moños y por supuesto, desnudas de cintura para arriba mostrando unos pechos para todos los gustos. Ese día, particularmente, había una gran variedad, grandes y pequeños, caídos y turgentes, con forma circular o con forma cónica. La mayoría de los pezones se encontraban tintados de un rosa fuerte resaltando la aureola sobre las pieles níveas, al igual que las mejillas. Las miradas de todas eran juguetonas y pizpiretas, como si no se diesen cuenta lo desnudas que iban y jugasen a un juego, sólo entendido por ellas, de caídas de ojos y falso recato que tanto excita a los hombres.
Andrés intercambió unas pocas palabras con dos de ellas mientras palpaba la nalga de otra cortesana. Era evidente que se conocían; tras el breve intercambio de chismes, los dos infantes de marina de la real armada de su majestad entraron en el antro de perdición.
El local era amplio y bien luminoso, lejos de lo que nuestro joven Rodrigo se imaginaba, pues él tan solo conocía las casas de mancebía de España, antros lúgubres y mohosos donde cuatro puercas se peleaban por los clientes entre copas de vino agrio. Cuando se lo comentó a Andrés este se echó unas sonoras carcajadas y le dijo:
– Ya te decía que la espera iba a merecer la pena. Mientras nuestros camaradas han entrado en el primer local que sus ebrias miradas han logrado vislumbrar, yo te he llevado donde se reúne lo más alto de la sociedad veneciana a entregarse a los placeres de la carne.
Desde luego, el local era digno de verse: un amplio vestíbulo del que nacían dos escaleras gemelas tapizadas con moqueta roja a juego de la del suelo; una fuente con una estatua de una mujer en actitud de bañarse semidesnuda en el centro de la estancia, mientras en los rincones había plantas aromáticas por doquier.
– Pero nosotros no tenemos plata para pagar este sitio – comentó el joven Rodrigo, con los ojos de quien nunca ha visto tamaña opulencia.
– Eso es lo mejor, no nos van a cobrar. ¿Olvidas que hemos venido al burdel del cura que hemos visitado antes? Además, las chicas con las que he hablado en la entrada me conocen y ya han avisado a la señorita que dirige este bello establecimiento, la cual, si no me equivoco, aquí viene de camino. – La dama en cuestión, que bajaba por las escaleras con soltura, vestía con más recato que todas las demás mujeres que se encontraban en la casa juntas. Un vestido oscuro sin escote, anudado hasta el cuello, con una falda sin vuelo ni gracia cubriendo por entero sus esbeltas piernas. Lucía un gran crucifijo en el pecho y para recoger su melena castaña se había colocado una redecilla de lana basta. Parecía tan fuera de lugar, con su indumentaria monjil, que era lo último que se espera encontrar Rodrigo en aquél sitio. La dama les dibujó una encantadora sonrisa y les dijo:
– Bienvenidos sean a mi casa, bravos soldados, siéntanse como en la suya. En breve les servirán unas bebidas y podrán escoger entre nuestro hermoso jardín una rosa para que les lave las heridas de la batalla y les ofrezca consuelo para sus almas. Vengo de hablar con mi socio, el cura, y me ha pedido que les trate como a príncipes, por lo que no deben preocuparse por la cuestión pecuniaria, en mi casa su dinero no vale, y para que su estancia sea memorable procederemos a desalojar de la casa a otros clientes, para que el paso por mi casa sea mucho más especial.
– Mil gracias amable señora, procuraremos deleitarnos con las delicias de vuestra casa.
La dama se alejó de los infantes para transmitir unas órdenes mientras les servían unas copas de vino en pequeñas jarritas de barro, cuando de improviso, tres caballeros, que no podían ser considerados como más que perros franceses envueltos en disfraces de soldados, manifestaron su desacuerdo empujando a la señorita que muy amablemente les había sugerido que abandonasen el local y mostrando una actitud nada caballeresca, escupieron a la dama. Los dos infantes tensaron los músculos, pues cualquier soldado que se precie de ser español no puede permanecer impasible ante tamaño abuso.
– Rodrigo, ponte detrás de mí y cúbreme, que no me rodeen – dijo Andrés en voz baja. El veterano soldado se acercó con presteza al grupo de los tres franceses, procurando permanecer fuera de su ángulo de visión y, cuando llegó a la distancia apropiada, le estampó la jarra de barro en la sien al que más a mano disponía con una rapidez y violencia como sólo es posible tras una vida dedicada a la lucha. Los otros dos compañeros sobresaltados, echaron enseguida mano de sus aceros; craso error, en el tiempo que invertían en desenvainar las espadas, Andrés que llevaba su daga desenfundada desde el principio, se la clavó en la muñeca a uno de ellos, por lo que el herido no pudo sino soltar su espada. En cuanto al que quedaba ileso, que ya había desenfundado y alternaba las miradas tanto a sus compañeros (el uno inconsciente y el otro aullando de dolor) como a los dos soldados españoles, no pudo ver cómo una sombra rápida como la zarpa de un gato se le acercaba por detrás y, poniéndole una daga en la garganta, le susurraba:
– Elige, y elige sabiamente. Recoge a tus camaradas y que nosotros no os volvamos a ver, o no os verán en ningún otro lugar.
– Cuartel, por lo que más queráis, cuartel- logró decir el francés con lo poco que una hoja de acero es capaz de dejar hablar a un hombre.
El cura aflojó su presa y dándole un puntapié en el trasero le gritó: ¡largo!
Después de que los tres franceses se marcharan Rodrigo le preguntó al cura:
– ¿Hace cuanto estáis por aquí?
– Siempre protejo mis inversiones, joven amigo, y me gusta que en mis establecimientos reine la paz puesto nunca me ha gustado la gente de esta calaña, y mucho menos si son franceses. Ahora debo dejaros puesto que tengo que inspeccionar otro establecimiento de mi propiedad en el que hoy es día de pago. Os dejo pues en las hábiles manos de mis trabajadoras.
La jefa de las meretrices se les acercó y les dijo con voz solemne:
– Caballeros, mis chicas y yo les estamos eternamente agradecidas por cómo han sobrellevado este desafortunado altercado. Créanme cuando les digo que, si antes les íbamos a tratar bien, ahora les vamos a tratar como si fueran grandes héroes griegos que vienen a nosotras después de haber llevado a cabo las más grandes gestas.
– Nos dejamos guiar por usted, bella señora – dijo Andrés, con una voz que dejaba entrever algo de curiosidad.
La Señora les hizo pasar a un reservado en otra lujosa habitación en la que se encontraban dos grandes sofás de tapizado rojo intenso de Flandes, en el que a los dos hizo sentar.
– Ahora, las chicas comenzarán a desfilar de dos en dos ante ustedes ofreciéndoles una demostración de sus habilidades. Por favor, caballeros, déjense guiar por el buen hacer de mis chicas para que la experiencia sea mucho más agradable – les confió la anfitriona colocándose en una de las esquinas de habitación.
Seguidamente, batió por dos veces las palmas y las dos primeras jóvenes entraron. Eran dos mujeres bellísimas, una rubia, la otra morena; lucían ambas un vestido largo dejando mostrar los pechos para el deleite de nuestros protagonistas, y ambas llevaban una jofaina bajo el brazo junto a una pastilla de jabón y unos paños. Como si se tratase de un ritual, las dos mujeres sin mediar palabra y con las manos hábiles de quien trabaja todo el día con ellas, les quitaron el cinturón y les bajaron los calzones hasta las rodillas mostrando sus miembros. Las mujeres con calma, les lavaron sus atributos con agua y jabón y tras dejar la jofaina a un lado “engulleron sus espadas hasta la empuñadura”. Las dos jóvenes por Dios que conocían el oficio y eran conocedoras de la técnica correcta de cómo felar a un hombre, provocando en nuestros dos soldados gemidos complacientes. Después de unos momentos, la anfitriona hizo batir nuevamente las palmas y las mujeres soltaron las vergas ya erectas para recoger las jofainas y marchar, dejando entrar a las dos siguientes compañeras. Las nuevas chicas, mostrándoles una encantadora sonrisa a modo de saludo a los clientes, rápidamente se acercaron y poniéndose de rodillas continuaron con lo que sus compañeras habían estado haciendo. Estas dos chicas se pusieron a felarles a un ritmo más rápido que sus dos antecesoras, a lo que los dos hombres inclinaron la cabeza hacia atrás en señal de relajación absoluta. Cuando transcurrieron unos minutos que a los soldados les parecieron segundos, la directora de la “orquesta” nuevamente hizo un batir de palmas, señal de que las señoritas se retirasen y otras dos tomasen el relevo. En esta ocasión, el ritmo era muchísimo más rápido por lo que Andrés, sin poder contenerse más exclamó:
– Dejad de jugar con nosotros y que empiece el fornicio de una puta vez.
Las chicas se retiraron sumisas, y la anfitriona les preguntó con cuáles querían refocilarse, y si preferían habitaciones separadas. Mientras Andrés escogió a la segunda que le había tocado, Rodrigo prefirió a la primera. Las habitaciones las eligieron separadas puesto que, según las sagradas escrituras, todos somos hermanos, pero nada dice de que seamos primos. Las chicas acudieron prestas a la llamada de su jefa y, juguetonas, les acariciaron la cara, el pecho y la verga a los soldados mostrándose muy agradecidas de haber sido las elegidas. Después, les ayudaron a levantarse del sofá y les guiaron hasta sus respectivas habitaciones.
La habitación de Rodrigo era una estancia amplia con dos ventanas provista de una cama grande con mantas y sábanas a las que les habían bordado motivos florales. La chica que había elegido Rodrigo era una belleza mediterránea de tez morena y pelo aún más moreno. En su cara redonda, se marcaban los pómulos y poseía unos labios carnosos aptos para las travesuras que le había realizado con la boca unos minutos atrás. Los enormes ojos marrones disponían de unas pestañas tales que casi podía sentir la brisa cuando los abría y cerraba. En cuanto a su cuerpo, que se puede decir de una mujer sana en su más tardía adolescencia, unas piernas torneadas, un vientre plano, un trasero grande para poder asirlo con toda comodidad y unas tetas como dos melocotones bien maduros.
La chica le indicó a Rodrigo que se tumbara en la cama y se desnudó con rapidez. Como sabía que su cliente ya estaba excitado, poco tiempo transcurrió desde que comenzó nuevamente a chuparle el miembro hasta que se colocó encima de él cabalgándolo. La chica marcaba el ritmo mientras que Rodrigo, que tenía bien cogidas ambas nalgas de ella, se esmeraba por erguirse para disfrutar lamiéndola los pezones. Cuando ella se dio cuenta de lo que pretendía, se agarró una de sus grandes tetas y en actitud maternal se la ofreció al joven muchacho que comenzó a deleitarse como si se tratase de un lactante. Transcurridos unos instantes en esta cercana postura, Rodrigo le dijo que se colocase a cuatro patas para poder llevar él las riendas del juego, al oir lo cual ella sonrió pícaramente. Él se bajó de cama para poner penetrarla más vigorosamente, pues esa muchacha iba a conocer de lo que era capaz un soldado español, de manera que mientras él la asía de ambas nalgas para poder abrírselas de la manera debida, ella con su diestra entre las piernas, le buscó el miembro para poder guiarlo hasta su entrepierna cada vez más chorreante. Tras introducirla tan solo levemente, ella agarró las sábanas con las dos manos para poder aguantar las embestidas con las que Rodrigo comenzó a obsequiarla. El muchacho, con la juventud de su parte, se encontraba mucho más ducho en el sexo enérgico que cualquier hombre entrado en años y, aunque la experiencia sea un grado, nada puede compararse con las violentas embestidas de un toro joven. Aun así, un hombre es un hombre, de manera que después de treinta de esas embestidas, Rodrigo notó que el final se encontraba cerca y así hubiera sido de no ser por la chica que notando las intenciones del muchacho se logró zafar de él y ante el desconcierto de Rodrigo le susurró al oído:
– Ahora vuelvo.
Y sí que volvió, pero con una amiga. Otra de las mujeres que tan bien se habían presentado antes ante él y su compañero. Poco tiempo tuvo Rodrigo para preguntarse que estaba pasando, pues ambas mujeres, desnudas, comenzaron a besarse entre sí. La nueva mujer llevaba una peluca pelirroja y disponía de unos atributos mamarios todavía más grandes y suculentos, si eso era posible, que su compañera. La mujer pelirroja le dedicó una corta felación a modo de saludo y se colocó boca arriba en la cama. Rodrigo se disponía a colocarse encima para penetrarla cuando la morena se le adelantó, colocándose ella encima de la pelirroja y por señas le indicó que penetrase a las dos indistintamente a voluntad de Rodrigo. Para no desmerecer a la recién llegada Rodrigo se afanó primero con ella, introduciéndole el miembro en toda su longitud. Para que la se encontraba encima no se enfriase, Rodrigo comenzó a juguetear con su ano introduciéndole primero un dedo, luego varios. Era tal el frenesí sexual de tal escena que nuestro joven muchacho rezaba para que el paroxismo le aconteciese rápido y poder descansar, para comenzar más tarde con renovadas energías; cuando las dos mujeres receptoras de sus intenciones, como si estuviesen leyendo un libro abierto, lograron entre las dos tumbar al joven soldado y despidiéndose de él, súbitamente se marcharon.
Rodrigo se debatía entre el éxtasis y el desconcierto, pues es bien sabido que no hay dos sin tres y ya se estaba deleitándose pensado que iba a estar con tres mujeres completando de esa manera el juego. No podía estar más equivocado, puesto que tan sólo una mujer cruzó el umbral de la habitación; una mujer, sí, pero qué mujer. Se había despojado de todo cuanto la confería el aspecto monjil y la dueña de la casa ahora lucía un corpiño negro apretadísimo, la melena le caía como una cascada por la espalda hasta la cintura, las piernas las mostraba tan desnudas como su sexo y, en la mano, portaba una fusta en cuya punta de cuero habían pintado la bandera española.
– Me han dicho mis chicas que las ha obligado a ponerse a cuatro patas – dijo con voz autoritaria. Colocándole la fusta en el pecho ordenó – Pues ahora le toca a usted.
Era tal la autoridad con la que hablaba que rivalizaba con la de un capitán de navío. Rodrigo, soldado como era tanto de vocación como herencia familiar, no pudo sino obedecer la orden sin chistar. Cuando se colocó como le habían ordenado, la dama se posicionó detrás de él y comenzó a soltarle una tanda de patrióticos fustigazos. Suavemente al principio, más fuerte después, Rodrigo no podía tener motivos de queja puesto que mientras con la mano derecha le asestaba placenteros fustigazos cada vez con más ímpetu, con la izquierda asía la verga del soldado dedicándole las más tiernas caricias.
Tras ponerle el culo rojo como un tomate, la dama arrojó la fusta y se colocó sentada en el suelo en el borde de la cama y, con la mano con la que tenía bien sujeta la verga del soldado, se la introdujo en la boca para que el pobre hombre pudiera eyacular dentro de ella. La situación, que al principio pintaba bien, se tornó complicada pues, con tantas idas y venidas, arranques y paros no parecía que Rodrigo la pudiera acabar honrando con su esperma, de manera que, llevando a cabo un viejo truco de meretriz, ésta se introdujo a sí misma el dedo corazón y lubricado como estaba, se lo metió posteriormente a Rodrigo por su español culo. La chica meneaba su dedo dentro de él presionándolo contra la próstata, santo remedio, puesto que tras unos breves meneos, logró el efecto deseado inundando la boca de la experta cortesana con su semen. Rodrigo se puso tendido en la cama boca arriba mientras que la chica escupía con discreción en una palangana que había debajo de la cama. La chica se incorporó y le susurró:
– Has estado mucho mejor que tu compañero. – Dicho esto, salió de la habitación dejándolo solo. No habían ni pasado tres minutos cuando apareció Andrés por la puerta abrazado a dos mujerzuelas con los calzones puestos y obscenamente ebrio le dijo:
– ¡Ya te había dicho yo que te iba a llevar a la mejor casa de putas de toda esta maldita ciudad, me acaba de decir la dueña que nos la van a cerrar para nosotros los tres días enteros, imagínate todo lo que nos van a hacer!
Foto de portada: Alexandros Raskolnick