Bendito cuchillo…
El Barón de Pt
La tarde había tocado a su fin y el cielo se tornaba con los colores del ocaso mientras el carruaje enfiló una de las principales calles de Londres. Se notaba la suntuosidad en aquella calle, una correcta iluminación a ambos lados, unas aceras anchas con árboles cuidadosamente podados y unas lujosas mansiones que albergaban a lo más elitista de la sociedad de la época. La más grande de todas era propiedad de los marqueses de M y era donde esa noche se celebraba una de las fiestas más exclusivas del año.
-Puede dejarme aquí, cochero, y aguarde mi regreso – dijo la dama.
-Como usted mande, mademoiselle – contestó.
La dama se apeó del carruaje con la ayuda de un lacayo, no sin cierta dificultad debido a la voluptuosidad del vestido, y se colocó en la entrada a la espera de que anunciaran su llegada.
Cuando le tocó el turno, después de una anciana pareja, el chambelán exclamó su nombre con voz solemne y esperó a que todos se volvieran hacia su persona, y así fue, incluso el cuarteto de cuerda se detuvo un instante más del necesario para contemplarla. No era para menos, puesto que para la ocasión se había puesto el vestido azul celeste con estampado de flores que tanto le ceñía la cintura y sus pechos pequeños. El panier era ancho como mandaba el protocolo en una fiesta de esa magnitud; se había cubierto las manos con los mitones, puesto que se acercaba el verano y el calor podía ser un problema. En la cabeza se había colocado una peluca blanca coronada por un tocado sencillo de plumas a juego del vestido, en la cara un maquillaje de base blanca con el lunar negro de rigor, un colorete rosa para acentuar sus pómulos a juego del color de los labios y la sombra de ojos contrastando con unos intensos ojos azules.
La dama se situó en el centro de la sala jugando coquetamente con el abanico, sintiéndose observada e imbuyéndose de la grata sensación, puesto que sabía qué transmitía tanto a hombres como a mujeres. Cuando ella lo consideró oportuno, se dirigió al anfitrión de aquella fiesta, que se encontraba al lado de su esposa, para presentarse.
-¿Señora…? – preguntó el señor de la casa.
-Stone, señor marqués – respondió la dama.
-Disculpe mi memoria ,bella señorita, pero no recuerdo su nombre en la lista de invitados.
-Es una invitada mía, querido – puntualizó la esposa del señor de la casa.
-Oh, mil perdones, gentil dama; por favor, discúlpeme y acepte la hospitalidad de mi hogar, la invito a que se sienta como en su casa, por favor, pase y disfrute de la fiesta.
-No se preocupe, y en cuanto a la fiesta estoy segura de que será muy de mi agrado.
La dama se internó entonces en el salón principal de la casa donde se encontraba lo mejor de la fiesta. La estancia no podía ser más lujosa, grandes lámparas de araña con cientos de diminutas cuentas de cristal adornaban el techo, mientras que en las paredes colgaban grandes cuadros con escenas de campiña. Los muebles eran de madera noble, sobre los que se colocaba la vajilla de fina porcelana con viandas de las que ni el rey podría tener motivos de queja. Los petimetres se encontraban por doquier criticando cuanto veían y las damas juntas formando un corro se contaban los últimos chismes de ese pequeño mundo en el que nuestra protagonista, aunque no había nacido en él, se movía como pez en el agua.
Un criado le estaba sirviendo una copa de vino tinto cuando se le presentó la señora de la casa.
-Buenas tardes querida mía, ¿es de su agrado la fiesta? – le preguntó.
-Mucho, la verdad – contestó.
-Discúlpeme querida, pero he tenido un problema de lo más desafortunado. Se me ha roto uno de los corchetes del vestido y la inútil de mi criada personal ha contraído no se qué enfermedad y todas las demás se encuentran atareadas con las tareas de la fiesta. ¿Sería mucho pedir que me ayudase a cambiarme el vestido?
-De ningún modo, querida amiga, yo la ayudaré, haga el favor de guiarme hacia su alcoba para elegir otro vestido.
De modo que las dos se encaminaron escaleras arriba cuando se cruzaron con el señor de la casa.
-¿Adónde vais, amada mía? La fiesta apenas acaba de comenzar.
-Tengo un problema con el vestido y mi buena amiga se ha ofrecido amablemente a ayudar a cambiarme y así poder estar deslumbrante para tamaña ocasión.
-¡Ah!, amigas así es lo que necesita mi mujer, no como esas con las que últimamente te relacionabas, que toda clase de habladurías caen sobre sus cabezas.
-Claro querido, tengo la impresión de voy a ser mucho mejor amiga de Agnes, que de las que tú me mentas.
-Os dejo entonces, en buenas manos y con tareas de mujer, pero no os demoréis puesto porque, cuando venga lord Richard, os necesito a mi lado.
-Marchad tranquilo, querido esposo, pero vos sabéis lo farragoso que es quitarse un vestido como el que llevo, y más ponerse otro.
-Mayor motivo para que no nos entretengamos con charlas, id pues, y regresad a tiempo.
Las dos mujeres se asieron de la mano como buenas amigas y se internaron en la alcoba de la anfitriona de la fiesta.
La alcoba no podía ser más opulenta: presidiendo la estancia, una gigantesca cama con dosel, con tejidos multicolores. Una alfombra roja de tacto aterciopelado en el suelo, unos tapices de buen tamaño cubriendo las paredes y en un rincón una mesa redonda para el té con dos sillas y un diván con el tapizado a juego de los tapices.
-Bueno, ya has oído a mi esposo, – dijo en voz baja mientras se acercaba a su rostro – no tenemos mucho tiempo.
-No se preocupe, amada mía, pierda cuidado, que aprovecharemos el tiempo de tal manera que, aunque sean unos breves minutos para el resto de los mortales, nosotros los viviremos como si de un día entero se tratase- contestó bajando media octava pasando progresivamente de un soprano a un contralto.
-Todavía no he decidido como me excitas más, si de hombre o de mujer, Consolino.
-No debes pensar en mí ni como lo uno, ni como lo otro, puesto que, mientras que Dios me hizo varón, el hombre se encargó de ponerme muy en consonancia con mi lado femenino.
-Mejor entonces, pues te quiero ver desnudo pero con la peluca todavía encasquetada, quiero deleitarme la vista con lo mejor de ambos sexos.
Consolino comenzó a quitarse el vestido y, capa a capa, la cara de la marquesa iba cambiando de la inocente curiosidad a la húmeda lascivia. La marquesa no podía apartar la vista de aquél cuerpo de tal belleza andrógina que tanto le gustaba mientras pensaba en el insatisfactorio sexo que había mantenido con su marido durante años. Con él todo era dentro, fuera y se acabó; tras una larga sucesión de amantes a lo largo de años, ella pensaba que todos los hombres eran iguales en la alcoba. Hasta que un día en el club de damas hablando con un grupo de amigas y tras unas copas de oporto, hasta la última de las mujeres acabó confesando que no había hombre que las satisfaciera. Por suerte, una de ellas había oído una solución que se estaba poniendo de moda entre las damas de alta alcurnia: un castrato.
Pero un castrato al que hubieran operado a partir de los diez años, no antes, para que su cuerpo hubiese tenido tiempo de seguir con los cambios de la edad. Al enterarse, una de las mujeres preguntó:
-¿Pero pueden hacer algo?
Al parecer no solamente podían hacer “algo” sino que, según decían, esa falta de sensibilidad en sus partes los convertían en los mejores amantes ya que “podían mantener su entusiasmo hasta el final” como ningún otro hombre podía hacerlo. Aparte, los castrati, disponían de otra ventaja como amantes que era imposible de superar: la imposibilidad de quedarse en estado.
De esa manera conocieron a Consolino, un joven al que le habían operado clandestinamente y obligado a estudiar de sol a sol para que, como muchos compañeros suyos, no terminase despuntando en los teatros y se viera abocado a una vida de miseria.
Pero Consolino supo sacarle partido a ese cuerpo suyo, unas caderas redondeadas, una piel blanca y suave, unos pechos incipientes y un rostro tan infantil como cándido.
Atrapado entre dos mundos se consideraba a sí mismo como una rareza, y las rarezas gustan, sobre todo a los ricos.
El truco de travestirse para evitar al marido había surgido de manera tan natural como natural eran sus atributos de mujer, puesto que Consolino había llegado a entender lo que pocos contemporáneos suyos habían podido: uno es sencillamente lo que viste. Si te vistes de monje, pensaran que eres un monje; si te vistes como un noble, pensarán que eres un noble y, si te vistes de mujer, asegúrate de que sea de una que sea bella porque, si no, no pasarás de la puerta.
Los dos amantes se analizaron ávidamente recorriendo con la mirada el cuerpo del otro con celeridad para enseguida fundirse en un beso tan apasionado como solo es posible en los amoríos cortos y trágicos. Mientras jugueteaban el uno con la lengua del otro, las manos de los amantes volaban sobre sus cuerpos, él ya le había soltado parte del corsé y manoseaba sus grandes pechos mientras que ella ya le había metido la mano por debajo del vestido y a través de las enaguas acariciaba su gigantesco miembro que ya estaba erecto y listo para la ardua tarea.
Consolino se sacó una pequeña daga de entre los pliegues de su vestido y con dos hábiles cortes se encargó de desnudar a la marquesa dejándola, a excepción de las medias, tal como el día que su madre la trajo a este mundo.
-Menudo escándalo – dijo Consolino con voz juguetona – una marquesa sin ropa interior.
-Cállate, quiero que me poseas.
De igual manera, Consolino se despojó de lo poco que quedaba de su vestido y del panier y se acercó a la marquesa que le aguardaba recostada en el diván de tapizado tan suave frotándose la entrepierna. El amante se aproximó y, con suma delicadeza, le apartó la mano para sustituirla por la suya, apoyándola en su vulva, provocando un débil gemido de la anfitriona. Después, comenzó a masajearla haciendo círculos, notando la humedad que fluía de su interior mientras que la marquesa se afanaba por agarrar con fuerza la verga de Consolino con ambas manos e introducírsela en la boca. Acto seguido, él le introdujo a ella dos dedos por su sagrado agujero a lo cual ella respondió con un ritmo más intenso en su felación. Sacando los dedos, él se colocó encima de ella de manera invertida para que, mientras ella continuaba con su placentera labor, él pudiera devolver el favor. Ella gemía todo lo que el ese pene de gran tamaño le permitía y él lamía con avidez su fruta más jugosa que cada vez más húmeda se encontraba, signo inequívoco del buen rato que la estaba haciendo pasar el experto amante a la esposa insatisfecha.
-Necesito que penetres en este preciso instante – imploró la marquesa con voz ansiosa.
Bajándose de la incómoda aunque placentera postura en que se encontraban, Consolino se situó encima de ella, entre sus piernas, y empujó hacia delante. Despacio al principio, tímidamente, solo la punta, para que después de tres intentos de ese particular saludo entre sus partes pudendas, se la metiese hasta el fondo provocando un sonoro gemido por parte de la marquesa a la par que un movimiento de pelvis para lograr que la penetración fuera más profunda, si eso era posible. El la agarró con firmeza de los hombros para tener un mejor punto de apoyo y comenzó a moverse adelante y atrás a buen ritmo; de vez en cuando, alternaba un ritmo más lento con penetraciones todo lo profundas de lo que era capaz, mientras ella se abrazaba a él con brazos y piernas.
Como los dos amantes sabían que el tiempo apremiaba no se entretuvieron en quedarse demasiado tiempo en esa misma postura. Siempre bajo la dirección del profesional, con unas pocas directrices le indicó que se diese la vuelta y que se ofreciese por completo a él. La marquesa se cogió con fuerza del respaldo del diván y arqueó la espalda todo lo que pudo mostrándole todos sus encantos, a lo que él respondió cogiéndola de las caderas y atrayéndola hacia sí logrando de dos cuerpos hacer uno solo, de tanta pasión que mostraban los amantes en su proceder. Progresivamente, él la embestía con más fuerza y ella gemía a un volumen mayor. Entonces, poco a poco, él comenzó a juguetear con sus dedos en su otro agujero, que hasta ahora consistía en territorio inexplorado, a lo que ella se negó tajantemente en un tono que solo podía interpretarse como “más, más”.
Poco tiempo se entregó él a tal menester, puesto que ella se vio poseída por un arrebato de violencia y lujuria desenfrenada tal que, arrojándole al suelo, se colocó encima de él con las piernas a horcajadas y, asiendo su enorme verga, se la guió hasta su entrepierna, introduciéndosela hasta el fondo. Ahora era ella la que marcaba el tempo y por dios que, a diferencia del insípido adagio que marcaba su marido, a ella la gustaba mucho más un fuerte allegro. Ella subía y bajaba con arduo frenesí y si, con la diestra se aferraba al pecho de su amante, con la siniestra se daba placer a sí misma en el clítoris mientras Consolino la sujetaba con firmeza de las nalgas. Ningún otro amante llegado a este punto había aguantado, tan solo este joven castrato que parecía poder continuar horas dedicándose a darle placer.
Ella marcaba el ritmo con fiereza salvaje, cada vez más rápido, hasta que, sin previo aviso, el orgasmo la sobrecogió y tensando todos los músculos de su cuerpo se abandonó al placer, a ese placer íntimo y primario que tanto nos complace y que nos recuerda que, no hace demasiado, éramos simples animales.
Por unos instantes ambos amantes se quedaron muy quietos, él abrazándola y ella disfrutando de su miembro aún dentro de ella. Después, muy despacio, la marquesa se levantó y se sirvió una copa de vino de la mesita:
-Esta vez te has superado a ti mismo, mi dulce amante; el pago, como siempre, en el club de damas, ya te haré saber cuando preciso de tus servicios.
-Siempre a su disposición, señora marquesa.