Diario del buen amor: capítulo 4
Diablos Invitados
Autor: Ritxard Agirre
IRA
“No hay incendio como la pasión, no hay ningún mal como el odio”.
Buda
A veces, los estados mentales me juegan una mala pasada. El fuego interior alimentado por las preocupaciones, la ansiedad, la envidia e incluso el odio muchas veces me consumen, me agotan, el ego me rompe y revienta… y la ira, sí, la ira, es un animal insaciable que nunca se calma. Mi psiquiatra, mi amadísimo Doctor Castaños, me había advertido de una posible y evidente reagudización en intensidad psicopatológica, con riesgo importante de impulsividad agresiva a conflictos de índole social. Por supuesto, seguía con el cóctel molotov sicofarmacológico que me recetaba el matasanos este.
Y en uno de esos días, así estaba yo, como un individuo más de la sociedad por fuera pero un volcán por dentro. ¿Las razones? Ni me acuerdo. Tal vez el otoño afecte por su sorpresiva melancolía, sus cambios constantes en el tiempo, ya que puedes ir en manga corta como joderte de frío, pero es que son tantas veces ya, que ni me lo planteo de dónde viene. Solo quiero apagar el sufrimiento y suelo recurrir a la comida. Tragar compulsivamente cualquier cosa que se me ponga a mano, sea salado o dulce, líquido o sólido, lo que haga falta, vamos, lo que sea por llevar mi energía a mi estómago y que abandone mi cerebro. Un descanso, una tregua, echar tierra donde hay erupción…
Ese día en concreto, estaba en mi lugar de trabajo, un espacio amplio con diferentes departamentos y oficinas. La mía era individual, cosa que agradecía porque siempre me ha tocado los cojones ir a trabajar, así que al menos, tener un mínimo de intimidad y soledad. Me levanté de la silla y salí buscando la máquina de Vending. Vacié el aparato de todos los sándwich que había, cerciorándome bien de que nadie me veía, y volví raudo a la seguridad de mi mesa. Uno por uno, engullí todos, ya fueran de bonito, vegetales, tortilla, txaka, etc., todo por aliviarme de las llamas de mi dolor interno, aplastarlas y ahogarlas. A veces, siento que vivo en el ruido. Sin embargo, ese mismo ruido no existiría fuera del planeta. En el Universo vacío no hay más que silencio. Y en el silencio la nada. ¿Y si la nada fuera la respuesta? ¿El silencio la verdad, y el ruido la mentira? Mientras, yo, viviendo en esa mentira lleno de tanto ruido inexistente. Supongo que estas reflexiones son intentos infructuosos con los que deseo evitar destrozarme más el estómago. Sin embargo esta vez era tan intenso que según tragué el último bocado supe que era insuficiente, y cuando eso pasa solo me quedan dos acciones más a las que echar mano: violencia o sexo. La primera, por descontado, estaba descartada al ser un lugar poco idóneo donde buscar jaleo, así que, solo me quedaba los más bajos y estupendos instintos pasionales, fuego con fuego y de ahí sacarlo fuera de mí, vaciarme de algún modo.
Fijé mis ojos en mi compañera de trabajo, la verdad es que pocas había, y todas eran poco deseables para mi gusto. Una de ellas, la más joven, sin ser tampoco la Bardot con la que nuestros abueletes se pajeaban, decidí que podría servirme. Obviando que me arriesgaba a un expediente por comportamiento indecoroso, si me pillaban con la bragueta abierta, en el lugar donde me mal ganaba la vida. Pero ya se sabe que cuando los instintos llaman, la razón se esconde. Gracias a Dios, Buda, Cristo o cualquier iluminado que a uno le dé la gana reverenciar, siempre supe que a esa nena le ponía, y si no fuera por mi estado crítico jamás posaría mis manos en ella. Madre soltera, de poco más de treinta años, separada, delgadita, pelo corto moreno, estatura media, poco sexy, la verdad. Tampoco ella ayudaba mucho con un vestuario poco agraciado, supongo que era de esas que se piensan que con su simpatía y naturalidad un hombre se enamora. En fin, cosas de mujeres idealistas, qué se le va a hacer. Y mientras escribo estas confesiones, me pregunto si tal vez estoy bien de la chaveta; está claro que mi loquero debería ponerme la camisa de fuerza, si me escuchara. ¡Pobre!, ¡le miento tanto! Aunque estoy seguro de que lo sabe. Al salir de la oficina y cruzarme con ella me dice sonriendo:
–¿Qué? ¿Estirando un poco las piernas? –dijo intentando ser amable como siempre.
–Pues sí –repuse–, ¿y vos?
–Yo voy al baño –dijo haciéndose la interesante.
–Bueno, pues te acompaño si te parece. Hay un paseo hasta allí -me ofrecí. Por falta de presupuesto y de féminas en nuestra empresa, el excusado de las señoritas estaba fuera, en una caseta contigua a la salida de esta.
–Oye Lina -que es como se llamaba la susodicha- si quieres entro contigo. Siempre quise saber cómo es vuestro pequeño retrete –dije con fingida inocencia.
–¡Jijiji…! ¡Dudo que te atrevas! –retó ella. La pobre no sabía lo que decía aún.
–De acuerdo, pero si subo me tienes que hacer una mamada de campeonato –señalé jugando con la falsedad que me caracteriza.
–¡Jajaja! ¡Sube si tienes lo que tiene que tener un hombre! -Y así fue como entré tras ella, mirando que nadie nos viera. Mofándose dijo: –¿Y bien? ¡Jajaja! –seguía sin creerse nada.
–Cierra la puerta con llave –dije ya sin un ápice de risa en mi cara. Automáticamente, se asustó un poco al ver que cambiaba mi energía facial y darse cuenta de que había dejado entrar al lobo estepario. Me bajé la bragueta y ahí estaba mi pene recto y duro, donde había ordenado que todo el fuego de mi interior se condensara en ese mismo instante.
–¡Ah, pero hablabas en serio! –exclamó mitad sorprendida mitad asustada ante mi inesperada reacción. Sin embargo, no dudó en cerrar con llave por dentro, y tal vez esperaba que la besara o algo así, pero pronto le hice saber que no iba a haber cariño en este acto. La cogí de la coronilla y enseguida supo donde tenía que dirigir su boca, sus labios y su atención.
Y mientras me la comía con más hambre que Carpanta, comprendí que una mujer necesitada de amor te puede hacer una felación de infarto. Puso tanto empeño y ganas, que por un momento me alegré de estar ahí. Si es que no hay mal que por bien no venga. Y creo, que después de unos años, cuando, si por un casual leo mi Diario, me voy a dar un pelín de asquito por mis pensamientos y actos.
–¿Te gusta?
–¡Come y calla! –exclamé, y es que no estaba para coloquios.
–¡Quiero que te corras en mi boca! –rogó.
Como no estaba para sexo maratoniano, ni podía quedarme mucho tiempo antes de que alguien me echara de menos en mi puesto, apoyé su cabeza contra la pared. Empecé a follarle violentamente su garganta hasta el canalillo. Me encantaba hacer eso, supongo que igual que los médicos tienen sus enfermedades favoritas, los pirados sexuales, como yo, tienen también sus locuras erótico festivas predilectas.
–¡Toma nena! ¡Vas a tragar todo el requesón! –aullé.
–¡Mmm! ¡Mmmmm…!!! –musitaba aguantando como podía mis embestidas.
–¡Ahhh…! ¡Aaahhh…!!! –chillé sintiendo como todo mi semen era tragado obedientemente. Se notaba que la chica tenía sed de macho y no dejó gota.
–¿Te ha gustado? ¿Soy buena? –preguntó pidiendo aprobación, la pobre.
–No lo haces mal, nada mal –respondí con cierta frialdad–. Ahora, sal tú primero y mira a ver que no haya moros en la costa. Y como estaba encantada de la vida tras tener alguien a quien limpiarle el rifle, salió discretamente y cuando se cercioró de que no había peligro, me avisó y pude salir.
Ya llegando a mi oficina, reflexioné si me faltaba un tornillo o simplemente necesitaba esa camisa de fuerza a gritos. Menos mal que llegaba el fin de semana y podría parar un poco de hacer tonterías. Decidí que para mi vergüenza, en el futuro, evitaría el contacto y el saludo con Lina, mi amiga de boca complaciente. Justo mientras decidía tal sabia reflexión sonó el teléfono. El lector me indicó que era uno de nuestros mayores y más importantes clientes. Descolgué con el convencimiento de cumplir mi deber laboral con la profesionalidad que me caracteriza.
Y es que relajado rindo más en mi trabajo.
–Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
El Diario del Buen Amor.
Autor: Ritxard Agirre
Ilustraciones. Mónica Conde
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