Diario del buen amor: capítulo 7
Diablos Invitados
Autor: Ritxard Agirre
LA TURISTA
“No se puede contemplar sin pasión. Quien contempla desapasionadamente, no contempla”.
Jose Luis Borges
Un domingo de agradable invierno en la villa paseaba con la fresca, pero no fría, brisa de una tarde que moría. Caminaba lento. Lento, muy lento, la vida es mucho mejor. Aprendí que despacio se llega a todo, y rápido a nada.
Absorto en mis pensamientos, analizaba las últimas sesiones con mi admiradísimo psiquiatra. Toda la vida, incluso mis padres desde crío, me han llamado egoísta. Me lo he terminado casi creyendo. Pero elegir mi propio camino, tengo dudas de que lo sea. Tal vez, egoísta sea más bien el que pretende agradar a todos en pos de objetivos propios, y eso es mirar el beneficio individual de cada uno. De todas maneras, siempre intento no tomar muy en serio mis reflexiones. Creo que el ego siempre me engaña y va a donde a él le interesa. Soy un deseo con patas. Seguro que me reencarné en ser humano porque anhelaba algo, pero una vez conseguido mi objetivo, el ego ya se encarga de buscarme otro deseo diferente. Así es el bucle eterno. En conclusión, tan egoísta es el que intenta agradar a todo el mundo, como el que elige su propio camino. Ambos desean lo mismo, pero siguen diferentes tácticas. Al final, cuando quiero parar mi mente en un caso de estos sin solución, me repito como un mantra: a nadie le importa, y eso se convierte en una liberación. Total, si los demás están en otra parte, mejor ocuparse de uno mismo.
Menos mal que para arreglar lo que quedaba de día, en la terraza de un bar cerca del Guggenheim, fijé mi vista en una mujer absorta en su lectura, sola, de pelo caoba, media melena lisa a capas con volumen, brillante y limpia, bien arreglada, sin pasarse, con un aire de intelectual liberal y bohemia, ya en la madurez de su vida seguía con cierto aire juvenil irresistible. Para los que nos gusta las mujeres fuera de las normas que marcan la moda. Me acerqué a ella, tenía ganas de un zumito de cebada, y si era con una chica jamona, mejor que mejor.
–¿Puedo acompañarte? Hace una tarde genial para tomar algo con un perfecto desconocido, ¿verdad? –sugerí con una sonrisa. Ella me miró con cara de haba, con su camiseta negra sugerentemente abrochada, a la niña le gustaba dejar entrever el tetamen. Eso me gustó. La cosa prometía.
–Claro –dijo apartando de nuevo la vista y fijándose de nuevo en su novelita barata–. Aunque me voy en un rato. Mi bus sale en una hora.
–Tiempo suficiente para una charla espontánea y de fácil olvido –indiqué–. ¿No eres de aquí verdad?
Pues no –dijo secamente–. Vengo cada cierto tiempo, tengo una relación aquí, bueno más bien un rollete –aventuró a explicarme mientras se colocaba esas gafas verdes de diseño que llevaba, ¡y que piden a gritos una eyaculación en pleno rostro! Pensaba en esa travesura divertido y recordaba aquel dicho de Samuel Beckett de que todos nacemos locos, y que algunos para siempre. Yo debía estar en el segundo grupo. Por fin había tenido ya cita con el loquero, hacía unos días. Me había recetado unas pirulas con la continuación y seguimiento de terapia con Sol, que por cierto, ya os había comentado que también estaba buena y quería jodérmela.
–¿Y dónde está el susodicho? –me sentí curioso.
–Pues me ha dejado tirada para irse con sus amigotes de cena –respondió dolida–. Encima que vengo casi cada solsticio, es incapaz de atenderme como mujer –ironizó con cierta ira contenida, y yo casi hasta sentí compasión.
Se levantó excusándose para ir al baño y aluciné con los leggins negros, que le marcaban culazo, y unas botas altas marrones que me elevaron la temperatura corporal. Mientras la veía alejarse para ir al excusado, me fijé en que estaba leyendo Portero de noche de Liliana Cavani. Eso actuó como un resorte en mí, estaba claro que su amante no le daba lo que merecía, que gustaba de emociones fuertes, y fui tras sus pasos.
Entré en el lavabo de señoras. No había nadie. Solo ella que me miraba en silencio. La cogí de la mano con decisión y nos metimos en una de las cabinas individuales. Este tipo de acciones violentas siempre me ha dado un gran placer. Supongo que la violencia es innata en el ser humano por el gozo inmediato que otorga. La agresión contra el trato educativo con nuestro prójimo me es agradable. Es como si todo el humo existencial se disipara. La decisión de ver las cosas como son. Un hombre mostrando su sexualidad ante una mujer que desea romper esas reglas establecidas, que tomamos como reales, y no son más que nubes que impiden ver el sol. Nos meten desde pequeños un montón de sentimientos artificiales, y los tomamos como si viniéramos con ellos. No conozco ningún ser vivo, aparte del ser humano, con sentimientos como vergüenza, culpa, odio… mis gatos no conocen de esas energías tan negativas. Solo pretenden comer, dormir, contemplar y actuar. La vida es tan sencilla. Ellos sí que son maestros espirituales.
–Mira nena, ¡soy un patriota!, y no quiero que te vayas de mi ciudad con hambre. Si ese anormal no sabe satisfacerte, yo te voy a dejar opíparamente saciada –saqué mi lingam ya más duro que un disco de Manowar y ella sin quitarse esas gafas de zorrita sedienta, lo engulló complacida tras su sorpresa inicial–. ¡Ahhh…!!! ¡Muy bien!!! ¡Qué lengua tienes! – refrescaba su fuego interior con lo que el calzonazos de su amante no la había dejado apagar, calmaba su sed de hombre. ¡Y joder, cómo comía la puta! La muy lista, iba de seria pero ante un buen argumento varonil se transformaba, y yo sabía que haría lo que yo quisiera.
–Quiero que me sodomices –rogó– quiero irme a mi ciudad con el culo roto pero feliz –y como yo soy muy cristiano, porque como decía Jesús: –En verdad, en verdad os digo que más satisfacción hay en dar que en recibir-, bajé violentamente sus apretados leggins negros sin quitar las botas y la complací penetrándola secamente, sin prolegómenos. ¿Quería enculada? ¿Quería sentir intensamente? ¿Quería irse feliz? Pues toma Nirvana falócrata.
–¡Ahhh…!!! ¡Bestia!!! –aulló la bohemia intelectual mientras yo goteaba de sudor sobre su espalda. Me había convertido en una máquina de follar, y no podía más que entrar y entrar en su durito culo, que cada vez cedía y cedía más–. ¡Espera! ¡Espera! ¡Más despacio!!! –pedía clemencia la extranjera.
–¡Aquí no se espera a nada! ¡Aquí se abre y se penetra! –ya no era yo, o tal vez era yo de verdad, el que tenemos todos escondido y nos asusta cuando sale. Salí tan violentamente de ella como había entrado, agarré su pelo que ya no era liso de peluquería sino ondulado del propio sudor de la jodienda. La volteé hacia mí y le ordené que me mirara–. Ahora me voy a correr en tus gafas de niña bien–. ¡Joder, cómo me ponía eso! Ella me miró absorta. Nada hacía falta decir. Solo deseaba más que la regara con mi semen, con mi chi vital–. ¡Ahhh! ¡Nenaaa! ¡Toma tu cuajada con label!!! –vociferé loco de placer ante la corrida y el orgasmo que le regalé, ya que ella, lista que era, se estuvo tocando también. Agradecida y carcajeándose embadurnó bien su cara y rostro mientras yo, jadeando, intentaba coger aire a bocanadas para recuperar el resuello perdido.
–¡Ay, sí! –dijo agradecida–. Ahora sí me voy gozosa.
Yo, con la satisfacción de haber cumplido con mi responsabilidad, me ajusté la ropa. Con el deber de dejar bien, excelentemente diría yo, como no podía ser de otro modo, mi país y mi bandera.
¡Otra turista satisfecha! -acertadamente me atreví a señalar como quien dice amén.
El Diario del Buen Amor.
Autor: Ritxard Agirre
Ilustraciones. Mónica Conde
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