Diario del buen amor: capítulo 8
Diablos Invitados
Autor: Ritxard Agirre
EL ALBORNOZ
“Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es. Es cuestión de lógica”.
Lewis Carroll
Tengo un amigo. Gay para más señas. Me gusta estar con él. Supongo que porque mi corazón se relaja, y mi pito ni te cuento. Este colega, Narciso de nombre, siempre me ha echado los tejos. Supongo que por la excitación humana de lo inalcanzable, entonces lo idealizamos, porque queda en un bonito sueño y ya está. En la mente todo es perfecto. Todo lo que no sucede más que allí, claro. En el universo de la imaginación. Estaba en su casa charlando. Papitxuli, que es como le llamaba, era un chico que rozaba la treintena, moreno, estatura media, ojos grandes y verdes, y guapo, por qué no decirlo. Le gustaban las conversaciones esotéricas y dualistas, y bueno, yo que soy un ser más bien básico creo que nunca pasé del chakra raíz.
–Yo creo que somos como niños –disertaba él mientras nos tomábamos un Yogui Tea en el leaving de su casa–, como niños que se pelean por ver a quién quiere más Dios. Como los hermanos que se pelean de forma inconsciente para ganar la atención de su padre. Compitiendo por su aprobación. ¿No te parece?
-Me parece que existe otro grupo –repliqué–, un grupo de personas a las que no les importa si Dios les quiere o no, y solo desean jugar y divertirse. Yo siento que pertenezco a ese grupo.
–Eres un inmaduro emocional. Lo sabes, ¿verdad?
–Siempre me dices eso cuando te echo al traste tus reflexiones.
–Necesitas encontrar tu yo más interior. Autoconocimiento. Te escondes tras un personaje que no eres tú y además te hace sufrir. Ya sé que vas al psicólogo, pero un maestro espiritual te haría bien.
–Querido Narciso…los maestros espirituales no existen –sentencié.
–¿Perdona? -preguntó incrédulo ante mi afirmación.
–Lo que oyes. Aparte de que son palabras incompatibles, como inteligencia militar, envidia sana, guerra santa, etc. Si entendemos espiritualidad como algo libre y sin dogma, un maestro siempre es un rol y una autoridad. No casan.
–De veras que no puedo contigo. Si sintieras la verdad que solo se halla en el autoconocimiento… Una vida sin la búsqueda de uno mismo es una vida desperdiciada –insistía mi querido Papitxuli.
–No quiero polemizar –mentí, por supuesto que quería polemizar, me causa mucho placer escandalizar a estos guerreros de la luz de las narices –pero cada vez que tienes ocasión me sueltas un montón de teorías espirituales enlatadas que ya me sé sobre lo vivo y lo divino. Repites como un loro lo que libros baratos de autoayuda proclaman a gente hipersensible como vos. ¿No crees que ya es hora de pasar página y ser tú tu único referente? De todas maneras hay algo en lo que tienes razón.
–¿En qué? –estaba deseoso de que le diera la razón en algo antes de que le irritara para todo el resto del día.
–Mi vida –proseguí–, mi vida está vacía. Tengo casi cuarenta tacos y soy un verdadero mierda. Soy un adicto al sexo. Veo a las mujeres como objetos de placer. Soy incapaz de compartir nada con nadie, y siento que compartir es la única salvación posible.
–Yo… yo no sabía que te conocieras tan bien –suspiró tan sorprendido de mi franqueza, que me pareció que fue un tortazo en toda su cara–. ¿No crees que eres demasiado duro contigo?
–No, no lo creo. Mi personalidad me provoca mucho sufrimiento. Cada vez que eyaculo con una mujer por la que nada siento, me dan ganas de llorar, luego me entra ira y, finalmente, acabo deseando no vivir, no existir. Y todo se reduce a que yo no me quiero. Busco en el exterior, en la carne, en el deseo femenino, lo que debería buscar, como dices, en mi interior, pero para eso no me hace falta ningún gurú. Todos sabemos de dónde cojeamos. No me gusta la gente que se cree mejor porque se va a cantar mantras o a hacer talleres de chi-kung, o cualquier otra cosa.
–Pues te vendría bien. Sigo insistiendo en que deberías venir conmigo alguna vez. El ego hay que matarlo. Todos los maestros…
–¡Y dale con los maestros! –le interrumpí–. La muerte es quitarse el disfraz del que creemos que somos y enfrentarnos a nuestra esencia verdadera. Ese que tanto miedo nos da. No el que aquí está hablando. No tu personaje ni el mío. ¡El otro! ¡El que nos aterra! ¡Ese! ¿O es que te crees que eres tú y no tu ego el que me está hablando?
–Ya, pero tú antes hablaste de compartir…
–Sí. Hay dos verdades. El mundo material y el inmaterial. Y si estamos en el material es porque no estamos preparados para el inmaterial.
–¿Por qué no? -interrogó cada vez más interesado.
–Porque para eso hay que compartir. Compartir hasta que el concepto de compartir se diluya y ni exista. Que sea porque sí. Entonces llegaremos al lugar donde todo es de todos y nada nos pertenece.
–Ehmmm… ¿has tomado algo? –me interrogó.
–Pues sí –confesé–. ¡Un par de cogollos antes de venir! ¡Jajajaja…!
–¡Serás cabrón! ¡No era normal tanta lucidez amorosa en ti! ¡Maldito bastardo!!!
–¡Jajajajaja…!!!
Mi amigo se levantó y se fue al baño. Me expresó que deseaba ducharse. Cerré los ojos y ahí estaban. Infinitos mandalas flotando en el éter. ¡Qué lugar tan hermoso! Ojalá pudiera quedarme allí para siempre. Era feliz. Momentos de abandonar mi voluntad. Creo que eso es. Abandonar mi propia voluntad. Puede que esa sea la lección más importante. Hay otra voluntad que sabe perfectamente lo que necesito en todo momento. Papitxuli entró tras su ducha con un albornoz. Llevaba estampados los dibujos de los osos amorosos. Ahí estaban: Sueñosito, Deseosito, Amorosita… ¡Válgame el cielo! ¡Me sabía el nombre de todos! Se sentó de nuevo frente a mí y sacó una bolsa cuyo interior me ofreció.
–¿Qué es?
–Psilocybe semilanceata.
–¿Perdón?¿Y eso qué es? –insistí-. Mi ignorancia, ya sabes, es infinita.
–Monguis.
–¿No es una seta alucinógena? –cuestioné.
–Sí. Vas a volar, o mejor dicho, vamos a volar los dos. Es un psicotrópico –me corrigió mientras engullía un puñado y yo daba cuenta de otros cuantos.
–Y dime, amigo, ¿tus ligues qué tal te la chupan? –preguntó a bocajarro Papitxuli. Ya se me estaba poniendo tierno el chico.
–No empieces por favor…-contesté con hastío. Quería meterme en un callejón que ya conocía.
–Nadie mejor que un hombre para una felación. ¡Sabemos perfectamente cómo nos gusta! ¡No tenemos competencia! ¡Asúmelo! –exclamó sacando pecho, orgulloso, Narcisito.
–Me encanta cómo pasas de lo espiritual a lo más básico, pero de este tema ya hemos hablado. No quiero tu boca en mi dragón…
–Eso es porque no te abres a la vida. Sabes perfectamente que todo hombre lleva una parte gay dentro porque bla, bla, bla,…
Ya no escuchaba. Solo le veía gesticular y mover la boca esforzándose, por enésima vez, en las bondades de las relaciones homosexuales. Mi atención no estaba allí. Hilos de energía blancos llenaban la sala. Sentí agudizarse mis sentidos. El coctel marihuana–mongui estaba siendo pura dinamita. Empecé a sentirme muy cachondo. ¿Qué daño me haría que me la comiera un poco? Le haría feliz y yo, yo, pues eso. Me incorporé. Los hilos de energía blancos se tornaron amarillos. Le cerré los labios con mi mano.
–Por favor, cállate –ordené–. Quiero presentarte a mi feroz ego, ese de quien vos tanto hablas –y bajándome la cremallera, mi pene, como un caballero medieval con su lanza preparada, apuntaba a su boca. A Papitxuli se le dilataron aún más sus pupilas. Sin esperar a que me arrepintiera, de un bocado tragó a mi caballero andante, como decía, con su lanza, escudo y armadura, bien dura, entero.
–Ahhhh… Eres una buena putita, Papitxuli. Tus maestros espirituales, esos de los que hablas, te han enseñado bien.
–¡Mmmmm…!!! ¡Qué polla más rica tienes! –degustaba satisfecho y feliz mientras los hilos amarillos se volvían ahora verdes y se multiplicaban por miles.
–Sigue zorrita… ¡Creo que te vas a llevar el premio gordo! –chillé. Mi amigo maricón estaba en lo cierto. Un tío sabe chuparla mejor que casi cualquier mujer que hubiera conocido.
–¡Mmmmm…!!! Sí, por favor –suplicó, y los hilos verdes ahora ya eran rojos. Al poco cambiaron a azules y, finalmente, a un lila intenso–. ¡Quiero recordar tu sabor!
–¡Ah…! ¡Ahhhh…!!! –exploté en su garganta, y los miles de hilos eyacularon en un big-bang de millones de infinitos colores conocidos y desconocidos.
Recuperando la respiración. Repitiéndome que debía aterrizar, volví al planeta terrenal como pude. Y tras retirar a mi caballero medieval de su destino, y guardarlo de la batalla como pude en mis abanderados, musité un -tengo que irme-. Agarré mi chaqueta vaquera mientras Papitxuli seguía sentado con la cabeza apoyada y la boca medio abierta como buscando aire, replicó con un poco convincente -espera, no te vayas aún-. Sin dilación volví a excusarme y salí de su casa buscando el aire fresco de la noche. Decidí, es un decir, pasear por la ría, pero mis piernas y mi voluntad no me obedecían y me posé en el verde que hay cerca del Guggenheim. Era una noche estrellada, tan estrellada como puede ser en una ciudad como Bilbao, y con la luna creciente sonriendo. Aunque más bien parecía que se reía de mí. Entonces apareció. Allí estaba. El gato Risón de Alicia en el País de las Maravillas. Carcajeándose de mí. De mi vida. De mi vacío existencial. En definitiva, de lo gilipollas integral que era. Y entonces me habló el muy cabrón.
–Estás loco, ¡y es muy divertido!
–Yo…yo no estoy loco.
–¡Claro que lo estás! O si no, ¿qué haces hablando con un gato en el cielo?
–¡Jajajajaja…! ¡Es verdad! ¡Estoy loco!
–¡Reloco! –apuntó.
–¡Recontraloco! –corregí.
–¡Loquísimo!
–¡Como una regadera! –me lloraban los ojos de reírme, bañando de lágrimas mi rostro– ¡Miauuuu…!!!
–Esteeee, che… ¡miauuuu…!!!
–¡Uy!
–¡Es que soy un gato argentiiiiino!
–¡Jajajajaja…! –me dolía la barriga de tantas convulsiones de felicidad y risotadas enloquecidas, hasta que una voz femenina me sacó de mi trance.
–Cariño… -acerté a oír como un hilillo de voz en la lejanía, y sin embargo ella estaba cerca de mí. Era Ainhoa. Mi amiga txirrindulari.
–¿Eh? –aventuré a decir lloroso de gozo.
–¿Estás bien? –interrogó mi amiga ciclista de guantes olvidados.
–Mejor que nunca…
–Creo que mejor te llevo a casa. No imaginas el show que estas montando en el paseo. La gente te está mirando. Alguien llamará a la policía o una ambulancia. Como yo te veo, si te hacen algún análisis de sangre, puedes tener problemas, y lo que es peor, ganarte una multa por altercado público con todo merecimiento.
–Sí, creo que es lo mejor –acerté a decir en un momento de lucidez.
Me ayudó a levantarme y apoyándome en ella pude caminar muy lento, pero sin pausa, allí donde mis locuras no fueran escarnio ni juicio de opiniones públicas. A la soledad de mi casa y mi habitación. Respiraba lento, intentando llevar mi concentración a mi estómago, para así controlar de alguna forma el fuego desbordado de mi ser. Entonces recordé algo y en un susurro casi imperceptible exhalé.
–Tiernosito.
–¿Tiernosito? –cuestionó mi providencial amiga–. ¿Quién es?
–Mi Care Bear favorito.
El Diario del Buen Amor.
Autor: Ritxard Agirre
Ilustraciones. Mónica Conde
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