
El diario del buen amor: capítulo 1
Diablos Invitados
Autor: Ritxard Agirre
KARRANTZA
“Una derrota peleada vale más que una victoria casual”.
José de San Martín
Lamentable. De patético notable. Ese es mi estado físico. Dando vueltas a barrios en una carrera perdida en el culo del mundo. Y es que no podía salir bien ni desde el principio, que ya llegué en coche mareado de tantas subes y bajas y curvas por esas carreteras de Dios en Vizcaya, para llegar a un pueblo limítrofe en las faldas casi de Cantabria. El trayecto hasta aquí era un aviso. Las primeras vueltas eran un infierno de volver a subir y bajar por asfaltos rurales que comunicaban este amplio municipio, que no daban descanso, y además de curvas peligrosas y estrecheces en el camino, y los más de doscientos txirrindularis que éramos, era un milagro que no hubiera caídas, tal vez por pericia, o puede que simplemente por la dureza del perfil, ya que casi íbamos en fila india, sin descanso. El único respiro fue cuando pasábamos por la calle principal del pueblo, en donde una de las últimas vueltas, antes de acontecer el puerto final a la ladera de este valle.
El director de mi equipo se acercó a mí y me dijo que me pusiera a tirar en cabeza. El pelotón ya iría por la mitad de invitados, uno a uno eliminados por el sufrimiento inhumano que nos había infligido la organización. La verdad es que ni entendía cómo seguía entre los supervivientes, y la sola idea de llegar a cabeza de pelotón y ponerme a marcar ritmo a los demás me parecía una broma pesada, gastando unas fuerzas que no tenía, y quién sabe para qué, ¿para que el líder del equipo se quedará sin rivales en el tramo final? ¿Se creía que con mi risible pedaleo iba yo a eliminar a los gallos de pelea de otras formaciones? Así que le dije que se fuera a tomar mostos. El director pisó el acelerador y se fue enojado sin decir nada. Debí callar, solo asentir, y luego al final de etapa, cuando me pidiera explicaciones, rogar sopitas, y comentarle que simplemente las piernas no me daban. Creo que herí su sentido de la importancia, y en ese momento me sentí mal, pero ya no había tiempo de pensar en eso.
Una curva a la izquierda tras pasar un puente por el río del pueblo. ¿Cómo se llamará este afluente? Siempre me han gustado los ríos. Su única misión de desembocar en el mar me ha fascinado. Me transmite calma. Ver fluir el agua consigue que me tranquilice y pare mi mente loca. Cuando llegue a casa lo miraré en la enciclopedia y lo anotaré. Otra curva a la derecha, todos nos estiramos más, y delante el puerto sorpresa. El desnivel temido y la carretera mala, muy mala, llena de gravilla y adoquines. Yo me quedo, no tengo fuerzas para rendir más, subiré como pueda, y llegaré, si es posible, de una pieza. Es la hora de los gallitos, los mediocres nos despedimos. A un lado de la carretera oigo a la gente vitorear, gritar, animar; con el rabillo del ojo empapado en sudor oigo y distingo una pareja de aldeanos que compasivamente y con ironía me dicen: -¡No te queda nada majo!-, y yo sigo encima de mi bicicleta retorciéndome. Este puerto, que no conozco, tiene pinta de ser una dura batalla. Poco más adelante otra pareja, ésta más joven, con niños que parecían de picnic, les oigo reírse mientras me señalan: -¡Jajaja…! ¡Mira cómo va ese! ¡Jajaja…!-. Una atracción de circo debía de ser en ese momento, estoy seguro de que iba último, y el puerto debía llamarse dolor. El desnivel seguía subiendo y la carretera empeorando. ¿Es que no arreglan estos asfaltos de mierda? ¡Cada vez había más gravilla! Curvas de herradura con sabor a muerte a cada metro, ya ni sabía si ponerme de pie o sentado. Tuve el valor de alzar la mirada y mejor que no lo hubiera hecho, solo observé la carretera que no acababa, el monte sin fin.
Los coches de los equipos me iban rebasando uno por uno, el mío llegó el último y el director me volvió a hablar a pesar del desaire de antes. -¡Vamos, ánimo!-, exclamó. Yo como un subnormal integral le dije que esta vez se fuera a tomar txakolís, ¿qué hostias me pasaba? No se merecía esa respuesta. La impotencia me hacía hablar así, el enfado disfrazaba mi dolor externo e interno. El director pisó acelerador y siguió adelante. Sabía que mi reacción tendría consecuencias, y ya las temía. Sudaba. Otra curva de los demonios. Me apego al sillín y tiro de testiculina para poder salvarlo. Creo que debería dejar este deporte, ¿qué satisfacciones me daba? ¿Pasarlo como un culo? Otra curva, esta vez me levanto, me abro, y balanceo con el manillar la bici buscando la forma más cómoda de volver a librar el pellejo.
Me siento vacío, el hombre del mazo, como se conoce en el argot ciclista, me había golpeado sin piedad, y ya no era más que una sombra de mí mismo. Es curioso cómo la cabeza trabaja en los momentos de más dolor y sufrimiento, y me cuestionaba si mi afición a la bici no era más que una forma de evadirme de las dificultades de relacionarme con los demás, sobre todo con las mujeres; al fin y al cabo, el ciclismo aunque se corre en equipo, es un deporte individual donde solo dependes casi exclusivamente de ti. Recuerdo el año pasado en clase de primero de bachiller, cuando la chica pelirroja de clase me dirigió la palabra nada más empezar el curso.
–Hola, guapo.
-Hola.
–¿Qué tal si quedamos una tarde?
–¿Para hacer qué?
–Ay, no sé –respondió coqueta, mientras juagaba con su poblado cabello rizado y rojizo–. Podríamos ir al cine. ¿Qué te parece?
–Pues no sé… –contesté inseguro.
–Mmm… ya sé lo que te pasa. Tú prefieres quedar para otras cosas –sonrió pícara, y la verdad es que tenía razón, pero una mujer tan atrevida me empezaba a asustar, no me habían educado para esto–. Pero entiende que antes deberíamos conocernos…
–¿Conocernos? Bueno, la verdad es que no aspiro a tanto –indiqué como un panoli. Más tarde comprendí que la honestidad sexual con las mujeres no casa bien, y aquella cita de Cela: “Masturbarse es divertido, pero follando se conoce gente”, está muy bien exclusivamente entre hombres y con unas cervezas.
–¡Imbécil! –me calificó la linda adolescente de fuego en el pelo, y se sentó en su pupitre dándome la espalda… para siempre.
Otra curva. Intuyo que esta es la última. Veo delante de mí el final del puerto con un regalo de otro desnivel de caballo. Bajo la cabeza y me dispongo a afrontarlo, mientras sigo recordando a la pelirroja aquella. No volvió a dirigirme la palabra, y yo deseé que lo hiciera todo el curso restante, demostrar que había aprendido la lección, y que los rituales con el género femenino hay que cumplirlos si quieres sacar a pasear la piruletita. Creo que algún día escribiré sobre las dificultades de ligar, al menos en mi noble villa. ¡Vaya! ¡Ya llego a la cima!, no siento ninguna alegría, ni siquiera dolor, no siento nada, solo quiero bajarlo, llegar a meta y pirarme para mi casa a llorar mi mierda de día. ¿Cómo se llama esta putada de puerto? Lo buscaré y lo escribiré en un Diario, sí, eso es lo que haré, si el infierno existe tiene nombre de puerto de montaña.
La bajada no es mucho mejor, peligrosa, apenas puedo coger velocidad, y los adoquines y las piedras siguen por todos los lados. Parece más una carrera de ciclo-cross, vaya basura de itinerario. Seguro que la han ideado gente que jamás se ha subido a una bicicleta. ¡Malditos! Respiro, abro mis pulmones, esto va a terminar pronto. No obstante, en una décima de segundo mi percepción cambia al terror absoluto, el tiempo se detiene, mi rueda delantera revienta, delante de mí otra curva de herradura y una valla de alambres hacen de escudo colina abajo. Entonces el silencio. La desmemoria de un segundo que se detiene y la visión se nubla.
Abro los ojos. Estoy boca bajo, algo me sujeta. Mi pierna derecha esta enganchada en las puntas alambradas de la valla. La sangre de mi extremidad derecha recorre hasta mi cintura, no intento despegar la pierna, me ha salvado de rodar colina abajo. No grito, pero sí gritan unos hombres que bajan apresuradamente de la ambulancia que siempre va en cola del pelotón. No han tardado nada, claro que no me extraña, quién iba a estar detrás de mí. Sería el último loco que seguía vivo en carretera, los demás supervivientes ya estarían en meta comiéndose un bocata de jamón o de tortilla de patatas, si es con cebolla mucho mejor. Uno de ellos sujeta mi pie desde la carretera, el otro salta la valla. Desde el otro lado, suelta mi pierna chorreante de glóbulos rojos. Me pongo de pie, y uno de los enfermeros me indica que suba a la ambulancia, la ira surge desde dentro y me hace gritar.
–¡No!!! ¡Voy a terminar la carrera!
–Pero estás con la pierna herida, y la rueda pinchada.
–¡No importa! ¡Estoy casi en la meta! ¡No voy a tirar la toalla estando tan cerca!!!
–Ya no hay coches para cambiarte la rueda –respondió el otro enfermero, como último cartucho para convencerme.
–Bajaré despacio –dije en un suspiro ahogado, que debió ser más convincente que mis gritos, pues ya no insistieron más.
A día de hoy, mientras escribo estas líneas, no sé cómo me dejaron terminar. Monté en mi fiel compañera de metal, con suma precaución afronté la última recta del puerto, y me encontré en la calle principal del pueblo de Karrantza. Crucé meta escoltado por la ambulancia, un espectáculo tal vez pelín escabroso, ya que en ese mismo momento me di cuenta de que sollozaba mientras la gente aplaudía al último, al farolillo rojo con su pierna teñida del mismo color. Los compañeros de mi equipo, los que habían sobrevivido a la escabechina y los que no, ya estaban cambiados y aseados, el director se acercó a mí como un cohete.
–¡Cómo te atreves a mandarme a hacer puñetas en carrera! –me grita encolerizado. No respondo. Tiene razón y no tengo verbo–. ¡Te iba a dejar volver a casa en bici como castigo! –brama aún más elevadamente. Yo ni le miro. Mi silencio es mi forma de pedir perdón. Entonces se relaja, tal vez se da cuenta de que no todo es blanco o negro y concluye–: ¡Porque soy buena gente que pase por esta vez! ¡Coge tu bici y cuélgala en el coche! ¡Nos vamos!
Me pongo algo encima, y un compañero con alma caritativa se encarga de colocar mi bicicleta, yo bastante tengo con levantarme de mi pesadumbre y mi derrota. Otro compañero, que viene con las dietas de la carrera, me comunica que solo han acabado cuarenta ciclistas y que yo he sido el cuarenta y uno, pero fuera de control, por lo tanto, no tengo derecho al dinero. Eso me duele, no por el metal en sí, sino porque no se da valor al sacrificio que he hecho, ningún reconocimiento hay, mi nombre no aparecerá en la lista oficial. No soy nadie allí. Sólo un fantasma teñido de rojo. Ni pregunto quién ha ganado, a lo mejor es de mi equipo aunque lo dudo, puede que suene egoísta pero me importa un carajo. Solo quiero llegar a casa.
Mi amado director deportivo arranca y vamos dirección Bilbao, por fin. Desde la ventanilla veo el valle alejarse, y después de la guerra, la paz. No hablo en todo el trayecto de vuelta. A día de hoy no he vuelto jamás a ir por allí, pero algo de mí sí quedó en aquel pueblo. Recuerdo mis pensamientos de cómo en esos momentos de pesadumbre decidía colgar la bici para siempre, o al menos la competición. Unas curvas más adelante, y unos kilómetros más allá lo reconsideré. Puede que tal vez siguiera un año más, o por qué no dos, o pensándolo aún mejor…
Mejor toda la vida.
El Diario del Buen Amor.
Autor: Ritxard Agirre
Ilustraciones. Mónica Conde
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