La cabalgata
Gigi, La Faraona
Nos conocimos a través de una página de citas. Al principio no cuadrábamos mucho porque su foto era muy borrosa y no me gusta la gente que se esconde, algo tendrá que ocultar… Aún así me pasó su número de móvil, y yo, como no escatimo en posibilidades, le agregué a mis contactos.
Le escribí y no tuve respuesta. Otra vez esta mierda de página, con tanto Tarzán con miles de lianas y la mía no es la elegida ni para contestar. Vamos, lo habitual…
Al día siguiente me volvió a escribir por la página -¿no me escribes?- y yo contesté que lo había hecho pero sin respuesta por su parte. Mierda, me había dado el número mal.
Ahora sí, recuperada la conexión empezó a brotar su sinceridad. No se llamaba Carlos, no era abogado, sino tal y como yo le apunté, funcionario. Todos los que dicen que son funcionarios son polis, y protegen su intimidad como un tesoro.
Empezamos a escribirnos, con interés, pero no se concretaba la cita física. Debe estar casado, pensé. Hubo amagos de quedar, pero al final siempre excusas, niño enfermo, no tengo canguro, etc. Hasta que llegó el día y le propuse tomar café a las 9,45 de la mañana cuando yo saliera de pasar la ITV, ya que él estaría de servicio.
Llegó la hora, mientras nos intercambiabamos mensajes
-Ya he pasado con éxito la ITV.
-Cojo la moto de servicio y me acerco en seguida.
-Espérame en el párking…
Allí estaba yo, en el párking de la ITV, casi desierto, apenas un par de taxistas. Metida en el coche, con el frío de Diciembre. De repente, un nuevo mensaje: Mira a tu derecha. Giré mi cabeza y allí estaba él, en la moto con el casco quitado ya, y unas gafas de espejo azules. La verdad es que se me cayeron las bragas al suelo, a plomo. Era lo que denominaríamos «un Hombre», el más masculino de todos los conocidos. Grande, con las piernas bien formadas y ligeramente arqueadas. Brazos esculpidos a golpe de gimnasio. La cabeza casi rapada, y ese color de piel moreno durante todo el año.
Fuimos a tomar un café al bar más cutre porque estaba allí mismo, aunque a mi me pareció el sitio más maravilloso, por compartir mi té con ese hombre. Nunca me sentí tan protegida como en ese momento.
Nos despedimos, y me escribió lo guapa y elegante que yo le había parecido. Ese momento es lo que más se acerca para mi la felicidad. Empachada de ella quedé por mucho tiempo. Pero no hubo más acercamiento, algún mensajito, «¿Qué tal, guapi?» Pero nada más.
Llegaron las Navidades y nos las felicitamos, hasta que llegó la noche de Reyes. Imaginaba que le tocaría estar de servicio pues ese día todos los dispositivos son pocos, y le envié un mensaje de ánimo.
Me contestó que trabajaría hasta tarde, pero que si me apetecía podíamos quedar cuando saliera. Yo encantada, dando palmas y no precisamente con las manos. ¿Dónde cenaríamos? Y vino el mal entendido. A veces saltarse pronombres, comas, etc, pueden cambiar el sentido. Aunque esta vez fuera una ayuda para mi timidez. -Cena tranquila en tu casa-… ¡Dios! Este viene y se ha autoinvitado a mi casa a cenar… y lo que se tercie. Pensé, ¿si es un asesino en serie? Pero rápidamente despejé esa idea y se apoderó de mi otra mucho mejor. ¡Cena y comida te voy a dar!
Rápidamente compré algo para picar, y como no, una botella de vino. Blanco, tinto… bah, las dos. Ducha, depilación in extremis, ropa interior sexy… y esperar. La verdad es que lo que me quiso decir era que «yo» cenara tranquila en mi casa y que él ya llegaría, sólo para salir a tomar algo. Al final nos alegramos los dos de ese mal entendido, porque ninguno de los dos hubiésemos sido capaces de lanzarnos de esa manera.
Llegó media hora antes de lo esperado. Nos sentamos a picar algo, y explicarnos nuestras experiencias en el mundo cibernauta. No quise interrogarle y dejé que la conversación fluyera. Me sorprendió un hombre con un punto tímido que le hacia tartamudear levemente. Mi conclusión, era un hombre con cierta inseguridad y una imagen de forzado conquistador con mucha falta de cariño.
Nos bebimos la primera botella de vino, hasta que llegó su pregunta…
-¿Tú que esperas de esta cita? ¿Que yo te ataque?
Me quedé muda, pocas veces me quedo yo sin recursos. Me cogió la mano y me dijo -¿al 50%?- Me arrastró hasta él. Nos besamos, un beso largo, húmedo, de esos que saben a la primera vez… y ya estaba con mis piernas a horcajadas encima de él. Nos desnudamos con prisa. Me miró con tanto deseo que sentí todo el calor en mi sexo. Sus caricias, su lengua por todo mi cuerpo, sus brazos tan fuertes, hacían que mi cuerpo pareciera tan liviano. Repetía una y otra vez, como un mantra: -cómo me ponen tus tetas.- Me puso a cuatro patas y empezó a pasar su lengua por mi clítoris, subiendo hasta mi ano. Se paró en mi vagina para introducir esa lengua hasta lo más profundo. Ni siquiera quería llegar al orgasmo, quería que no acabara nunca. Subía y bajaba, subía y bajaba… Notaba mi clítoris hinchado, a punto de explotar de gusto, de placer, hasta que llegó el empotramiento. Su polla era de la más bonitas que he visto nunca: larga, recta, gruesa… Un deleite. La noté como entraba mientras me respiraba en el cuello, alcanzó mi punto G de inmediato. Su aliento a fruta y a mi sexo me estaba volviendo loca de placer.
No quedó un solo sitio donde no me empotrara. Por delante, por detrás, en el aire, sobre el sofá, sobre la mesa, sobre la pared… Sin descanso. Recordé una canción de Sabina, siempre Sabina: «Y nos dieron la 10, y las 11, las 12 y la 1 y las 2 … y desnudos al amanecer nos encontró la luna.» La luna y el sol. Eran más de las 5 y aún no habíamos parado…
Después de varias horas sin descanso, llegó al clímax. Nunca vi a un hombre aguantar tanto. Hablábamos divertidos mientras se duchaba, le pasé la toalla y tal y como salió de la ducha me volvió a coger de la cintura y comenzó de nuevo el ritual… Hasta los primeros rayos de sol.
Todas mis parejas sexuales, han recibido un apodo, y no siempre ellos lo han sabido… Obviamente, porque a algunos no le habría hecho gracia. Para él tenía uno claro: EL EMPOTRADOR.