Las edades de una mujer
Moonlight
Con 9 años mi padre me dijo que tenia los pelos de las piernas muy largos y muy negros, y que quizá debería empezar a depilarme.
Con 10 años mis compañeras de clase dijeron que me ponía relleno en el pecho. No era verdad. Nunca volví a ponerme aquella camiseta ajustada. Mi madre les dio la razón.
Con 11 años mi pecho creció hasta casi su talla actual. Mis compañeras de clase me llamaron mentirosa porque dije que aun no me había venido la regla. Era verdad.
Con 12 años un hombre me acorralo en el ascensor de mi portar y se hizo una paja delante de mi. Me avergoncé y no lo conté. Pensé que quizá fue culpa mía por llevar los pantalones demasiado ajustados.
Con 13 años me llamaron puta. Ni siquiera había dado mi primer beso. Unos amigos de mis amigas me sujetaron los brazos y las piernas para que otro pudiera tocarme las tetas. Me fui llorando. Mis amigas vinieron a buscarme para que volviera al grupo, ya que solo había sido una broma.
Con 14 años, me olvidé de tirar de la cadena del baño uno de los días que estaba con la regla. Mi padre se enfadó muchísimo. Me gritó que era muy sucia, que eso era un asco y que tenía que ser más cuidadosa. No lo hizo por hacerme daño, solo fue un reflejo de la educación que había recibido.
Con 15 años perdí mi virginidad, fue consentido, ambos teníamos ganas y estábamos de acuerdo, y me gustó. Una amiga me dijo que estaba siendo demasiado precoz.
Con 16 años en el viaje de estudios tuve una aventura y se lo conté a la persona equivocada, fui conocida en el instituto como la folladora. Me señalaron y me gritaron a la salida de clase.
Con 17 años comencé con mi primer novio formal. Se puso nervioso porque yo no era virgen y el sí, y tardamos varios meses en hacer el amor, ya que sus nervios no le dejaban mantener la erección.
Con 18 años entré a la universidad. Conocí a unas chicas muy majas y muy normales. Yo era la única que hablaba de sexo sin tapujos. Soltaban risitas nerviosas cuando hablábamos de sexo. Nunca confesaron que se masturbaban. Una de ellas me confesó que nunca se había mirado los genitales con un espejo.
Con 19 años me di cuenta de que mi pareja me era infiel. Me entere de que se había acostado con otras sin usar protección, yo confiaba en el y tomaba la píldora. Me hice las pruebas del SIDA y, afortunadamente, dieron negativo.
Con 20 años me hice fuerte y me solté, disfruté del sexo sin compromiso con hombres y mujeres. La gran mayoría de las veces fueron desconocidos, probé mucho y callé todo lo que probé. Aún sin contarlo fui tachada de puta. Nadie tuvo en cuenta que siempre utilicé protección.
Con 21 años me di cuenta de que me gustaba bailar y trabaje como gogo una temporada, me ofrecieron contratarme en plantilla fija de una discoteca si me acostaba con el dueño.
Con 22 años, como era gogo, me ofrecieron pasarme a stripper, ya que era más dinero por menos tiempo. Solo stripper, sin llegar a más. Las pocas amigas a las que se lo conté me miraron mal y me preguntaron «¿y te lo estas pensando?» no acepte por lo que pensaron de mi, no porque no quisiera hacerlo.
Con 23 años comencé a vivir junto con mi pareja actual. Yo salía de fiesta con mis amigas y mi novio salía con los suyos. En las discotecas, los que intentaban ligar conmigo llegaron a preguntarme cómo me dejaba salir sin el.
Con 24 años, volviendo a casa por la noche, un hombre me arrinconó contra la pared al doblar una esquina. Me lo quité de encima de un empujón y le grité. El me echó en cara que me pusiera así «solo por eso». Me dio tal rabia que corrí detrás de el pegándole con el bolso. Puede ser que sonrías al imaginarte una escena tan absurda.
Con 25 años engordé, a causa de un cambio de ciudad y de vida en general. Me ponía fotos de mi yo delgada en la nevera para motivarme a recuperar la figura anterior. Me sentía fatal al no conseguirlo, ya que el cambio a mi nuevo ritmo de vida pesaba más.
Con 26 años un hombre de otra cultura me dijo un «piropo». Después se fijó en mi anillo y se disculpó, ya que no se había dado cuenta de que estaba casada. No lo estaba.
Con 27 años me casé. Automáticamente la gente empezó a preguntarme cuándo iba a ponerme a tener hijos. No entendían que no me casara con esa finalidad.
Con 28 años, otra vez volviendo a casa, un hombre se me acercó por detrás y me agarró por el cuello. Después del primer momento de sorpresa reaccioné rápido y le solté un codazo en el estómago. El hombre se alejó mientras yo le gritaba. Solo después de varios minutos, cuando el hombre ya se había ido y rompí a llorar de la rabia, una señora que esperaba el autobús se acercó a preguntarme si estaba bien.
Con 29 años, hice una actuación de danza oriental en un bar. Uno de los espectadores me preguntó cuanto cobraba por un privado.
Con 30 años, una mujer para la que trabajaba me dijo que mi olor corporal era muy fuerte. Yo iba duchada, pero el trabajo tenía esfuerzo físico y había sudado. También me dijo que una mujer que no se depilaba no era una mujer.
Con 31 años, por fin, conocí a mi manada de lobas. Mujeres con mentes increíbles, que comparten, que no critican, que aceptan, que aman su sangre. Comencé a sanar las heridas de todos estos años, aprendí a aceptarme realmente como soy y a restar importancia al qué dirán. En la sociedad «normal» dicen que esas mujeres son raras, que están locas…
Hoy, con 32 años, doy a conocer mi historia. Mi historia, que puede ser la de tu hermana, la de tu madre, la de tu hija. Tan real como el aire que respiramos. No, esto no es inventado. Esto sucede, año tras año, día tras día. Y sinceramente, si en un futuro tengo una hija, no quiero esto para ella. Ninguna mujer se merece que esto sea la realidad. En nuestras manos, y en la educación que demos a las nuevas generaciones, está el cambio. Yo aportaré mi granito de arena cuando me toque ser madre, si me toca.
¿Y vosotros?