Diario del buen amor: capítulo 11
Diablos Invitados
Autor: Ritxard Agirre
SOLEDAD
“Las pasiones son virtudes o defectos exagerados”.
Johann W. Goethe
Ni sé cuánto llevaba encima de mí. Me gustaba cómo se movía. Sus cambios de ritmo, sus gemidos reprimidos, el movimiento de sus senos, el golpe de sus glúteos sobre mí, su piel de café, su silueta fina y su lacio pelo largo enroscado en una coleta. La cuestionaba si nunca se cansaba de bailar. Por aquel entonces yo vivía en un apartamento pequeño, sin ascensor, y siempre supe que mi primer piso de soltero iba a ser un picadero. En mi mesilla, de reojo, miraba toda la química que me metía, mi especialista seguía con el tema del control y la infelicidad de que me producía, a veces en la soledad lloraba y sentía nuevamente la vacuidad de mi vida, e intentaba llenarlo con ese cóctel de Orfidal, Cymbalta y Ziprexa. Una bomba que me dejaba flipao casi todo el día y apagaba mi libido, pero hoy me ordené una tregua, y regresé con toda mi atención a mi sexy amiga.
–¡Ya llevas una eternidad! –exclamé sorprendido–. ¿Es que no piensas correrte nunca?
–Ya me corrí hace rato –respondió–. ¿Es que no lo has notado?
–No. ¿En serio? Pues no, no he notado nada. ¿Te rozas bien desde ahí arriba?
–No, no me rozo. Ha sido un orgasmo vaginal.
–¿Eso existe? –pregunté en mi infinita ignorancia.
Bueno, la verdad es que no sé si existía o no. Lo había leído en una revista de esas para mujeres que tanto me gusta ojear. Yo pensaba y ella seguía con su pecaminosa y rítmica danza. Hasta en el sexo, que es lo que más me gusta, me evado, y seguí disertando en mi mente. Me parecía raro que no me diera antes una depresión, muchos años antes.
La depresión es la última carta que juega nuestro espíritu para no morir en vida.
Veo a muchos a mi alrededor que son como zombies caminantes. Han muerto en consciencia e inconsciencia. Mi ser consciente había muerto y el humo oscuro de la muerte fue por mi inconsciente.
El inconsciente es como un gato. Un felino que, acorralado ante un invasor y sin escapatoria, salta a los ojos de su enemigo. Mata o muere. Mi lindo y anarquista felino sobrevivió y consiguió resucitar mi consciente. Poder sentir de nuevo ver las cosas tal y como son, como cuando éramos niños y nada juzgábamos. Sin embargo, aún tenía mucho dolor que sanar. Ahora observaba la dogmática locura de los que me rodean y yo formaba parte. Ni siquiera es casualidad que yo tenga gatos. El gato es independiente y solo te da su amor cuando le apetece. Es un ser auténtico y nada servil como los perros. Saber alrededor nuestro quién tiene perro o gato ya nos dice mucho de la persona con la que te relacionas, aunque la combinación de ambas, nos haga entender que estamos ante una persona sana en su consciente y su inconsciente ¿Tal vez tener un chucho en mi vida pudiera ayudar a cicatrizar las heridas de mi consciente? ¿Cómo se llevarían con mis amigos felinos? Y ante este dilema y viaje mental, mi compañera me trae de nuevo a la madre tierra con su rotunda respuesta.
–¡Claro que existe! Yo distingo perfectamente entre los dos orgasmos -exclamó muy digna ella.
Me pareció que lo más inteligente era no discrepar. Se bajó de encima, con una sonrisa, cogió mi sexo y empezó a hacerme suyo. Era increíble, cómo con su lengua, conseguía penetrar por las ranuras de mi pene que ni yo sabía que existían. Mi cuerpo se retorcía ante tanta feliz invasión externa. Volvía a estar presente y consciente gracias a una generosa felación. En estos maravillosos momentos, es donde se muestra que lo mejor que hacemos en la vida no se estudia en ningún sitio. Sin duda, en una mamada, ¡cómo no!, uno lo puede descubrir. La locura es la luz y el dogma la oscuridad.
–¿Te quieres correr? –sonrió traviesa.
–Sí.
–Pídemelo otra vez.
–¡Sí!, quiero terminar.
–¡Suplícamelo!
–¡Por favor!
Ya no hubo tregua. Siguió y siguió. Sentí cómo tragaba todo el yogur vasco que eyaculaba. Como un perdido en un desierto que de repente encuentra un oasis y se sacia. Llevaba ya un rato desde el orgasmo, y ella aún seguía relamiéndose, cuando salió de mi pene. No había rastro de mi esencia de vida. Decididamente, si el Nirvana existe, debe aproximarse mucho a esto.
–¿Has disfrutado? –preguntó deseosa de que le felicite.
–Sí, mucho –admití.
–Me encanta darte placer, tu placer lo hago mío –sentenció complaciente. Posó su cabeza sobre mi vientre, y nos quedamos dormidos un rato, hasta que el frío nos despertó y nos tapamos. La luz del día siguiente nos despertó. Ella me miró: -Tengo que hablarte de algo.
–Dime Felicia –que era como se llamaba la susodicha y aún no lo había dicho.
–Nunca he tenido un orgasmo contigo, los he fingido –confesó, y hablaba en serio. Curioso la interrogué:
–Al menos disfrutarías.
–Fingía más que respiraba. Lo siento.
Se vistió y se fue. Sin dar más explicaciones. Sin nada más que decir. Había despertado, me había hecho vivir una mentira. Su mentira. Curiosamente, en un principio no me afectó. Me quedé en la cama un buen rato con cara de lelo. Felicia se fue para no volver nunca más.
Me incorporé y me fui a dar un paseo. Me senté en un banco del parque a pensar en lo vivo y lo divino. Recibí un mensaje en mi móvil, una amiga que hacía tiempo que no veía me preguntaba qué tal me iba y si quería comer con ella. La cité en mi casa. Empezaba a tener hambre. Llegó con su melena rubia, su duro y deseable culito latino, su boca enorme de fantasía y con su franca sonrisa. Comimos, y empezamos a hablar. En el lenguaje corporal que tan bien dominan las mujeres y que tan mal interpretamos los hombres, me expresó su deseo hacia mí. Yo la dejé hacer. Me besó, y no tardó en bajarme los pantalones y seguir besando mi entrepierna. No me iba a correr, a veces lo sé, y no porque lo hiciera mal, simplemente lo sé y lo acepto. Supongo que es un tema energético de guardarse un poco de aliento vital para uno mismo. Cuando estaba cachonda de mí intentó montarme. Le hacía daño.
–Ponte tú encima –me rogó–. Hace tanto que no lo hago. Me duele.
–¿Cuándo fue tu última vez?
–Contigo.
–¡Pero si eso fue hace meses!
–Sí.
No me lo creía. Las mujeres juegan al revés de los hombres. Nosotros comemos una y contamos veinte como en el parchís. Ellas disfrutan de un centenar, si así lo desean y cuentan una, o ninguna. Así son de discretas. La penetré poco a poco con movimientos circulares y lentos. Seguía con molestias, pero aun así, no me pidió que parase. Cuando ya estuve dentro de ella, le hirieron las dos primeras sacudidas. Más tarde, ya solo me pedía que le penetrara más y más impetuosamente. Le di la vuelta y cuando notó mis oscuras y alteradas intenciones primaverales, se negó.
–Lo reservo, nunca lo he hecho por ahí.
–¿Lo reservas? ¿Para quién? –pregunté curioso.
–Para el amor de mi vida. Para el padre de mis hijos –me pareció muy bonito y a la vez estúpido, pero quién soy yo para juzgar. Así que seguimos follando sin sexo anal. Extasiado de cansancio y sudor, me derrumbé.
–¿No terminas? –interrogó.
–No.
–¿Por qué no?
–No me hace falta, he disfrutado mucho –respondí. Era verdad.
Me contó que se iba a arreglar y de fiesta con sus amigas. Yo creo que relacionarse con mucha gente es un error. Te quita tiempo de relacionarte con la persona más importante, que es uno mismo. Hay gente que sale de fiesta y hay gente que folla. Yo prefiero alcanzar la iluminación con el sexo que con el celibato. Total, ya que vamos a llegar a la iluminación queramos o no, al menos que el camino sea divertido. Ella se vistió, amable y educada, se despidió agradecida.
–Yo no me levanto de aquí ni con una grúa –señalé.
Ella rio. La satisfacía dejarme para el arrastre. Me dio un cálido beso y cerró la puerta. Yo mientras, tirado en el sofá, exhausto, miraba fotos en el ordenador, observé las imágenes en Internet de una actriz que me excitaba desde la niñez. No voy a confesar cuál es, que luego todo se sabe. Tuve una erección de rinoceronte, nuevamente, y decidí acabar el día pajeándome en soledad. Pondría el pijama perdido. Bueno ya lo echaría a lavar al día siguiente. Cuando terminé con el autoamor y dejé húmeda mi ropa de casa y mis sábanas, me levanté a por un vaso de agua y tomé el antidepresivo nocturno que tocaba.
Miré el anochecer por la ventana y me encogí de hombros. En el cajón de la mesilla estaba la cuchilla de afeitar con la que me acariciaba las muñecas. Ese día no me haría falta. Demasiado ejercicio me había dejado tan hastiado que esa noche no requeriría de ese servicio auto mutilador. Mi mente acompañaba mi cuerpo. Se dieron la mano gracias a Dios. Una tregua está bien de vez en cuando. Sonreí a mi patética, y a veces bella, soledad. La gente busca emparejamientos porque es incapaz de aceptar una verdad universal: Va a morir sola. Busqué entonces, en posición fetal, arroparme con mis reflexiones y con algún resto que me quedara de cariño hacia mí mismo.
Mañana será otro día.
El Diario del Buen Amor.
Autor: Ritxard Agirre
Ilustraciones. Mónica Conde
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